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mismo Job. Yo me recomía dentro de mí al oír tanta
desfachatez y hubiera querido repartir unos buenos
mamporros. Pero don Bosco, tranquilo del todo, no
se daba por aludido. Al contrario, se paró y llamó
a aquellos muchachos, que después de una breve
duda, acudieron; y él, tras corregirles
amablemente con pocas palabras, compró a una
vendedora de frutas, sentada en un banco próximo,
unos preciosos melocotones y se los regaló a
aquellos... amigos suyos, como él los llamaba>>.
Los malvados buscaban afrentarle de mil modos.
Una tarde, al oscurecer, volvían a casa don Bosco
y don Juan Giacomelli, cuando llegaron al paseo de
las Moreras, que daba a La Jardinera. De pronto
don Bosco se para, porque había puesto un pie
sobre la basura que llenaba todo el camino. Al
mismo tiempo, algunos, escondidos detrás del seto
vivo, gruñían como cerdos burlándose, dando a
entender claramente que habían sido ellos los que,
de propósito, habían puesto allí aquella basura.
Don Bosco alzó la cabeza y se volvió hacia la
parte donde continuaban los gruñidos. Don Juan
Giacomelli le dijo:
-No hay que preocuparse del que desprecia.
-No; contestó don Bosco; íestoy en mi campo!
Y conminó a aquellos pícaros a que callaran.
Don Juan Giacomelli temía que se desataran en una
tempestad de improperios obscenos, pero todos
enmudecieron. No se oyeron más que las pisadas de
muchos que huían precipitadamente.
En otras ocasiones se presentaban al asalto del
Oratorio, turbas de muchachotes que no lo
frecuentaban. Lanzaban una tempestad de piedras
que resonaban sobre el portón de entrada al
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y pasando por encima de la tapia, caían
peligrosamente sobre los que allí jugaban. Don
Bosco, que no sabía de miedos o cobardías cuando
se trataba de defender a sus alumnos, corría hacia
la puerta de salida para acabar con aquel
desorden. José Buzzetti intentaba detenerle,
diciéndole que dejara hacer a aquellos mal
nacidos, que ya se cansarían: pero que no se
expusiera a sus piedras. Pero don Bosco no
cambiaba su resolución; abría la puerta, después
de mandar que nadie le siguiera, y él solo
avanzaba entre la granizada de cantos e iba a
reprender a aquellos granujas. Era maravilloso ver
que ni una piedra le dio en ninguna de estas
arriesgadas salidas; y al llegar junto a ellos, o
bien se daban todos a una fuga precipitada, o
bien, dejaban caer de sus manos los proyectiles,
le esperaban y se dejaban persuadir para no
repetir más el ultraje. Después de esto, don Bosco
iba a sentarse sobre el caballón de un surco, en
el lugar donde
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