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a la clase popular. El de San Luis de Puerta
Nueva, el cual, aunque fundado por don Bosco, se
intentaba convertirlo en autónomo, dado que alguno
de los Teólogos que lo dirigían habían manifestado
deseos de actuar independientemente. El tercero
era el de Vanchiglia, suburbio no distante del Po,
cuyos vecinos eran en su mayoría pobres y que
pertenecía entonces a la parroquía de la
Anunciación. Lo separaba de la ciudad la calle de
San Mauricio, hoy bulevar Regina Margherita, que
cruza el barrio con sus hermosas viviendas. Había
unos inquilinos en un grupo de casas, llamado el
Moschino, que daban mucho quehacer, día y noche, a
la policía. Allí mismo el sacerdote don Juan
Cocchis, entonces coadjutor de la Parroquia, había
comenzado a reunir en 1840, con una finalidad
análoga a la de don Bosco, a un grupo de muchachos
en unas habitaciones del Moschino. Posteriormente,
el 23 de febrero de 1847, arrendaba un patio con
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sotechados que daba a la calle San Lucas, por
ochocientas liras al año. Eran sus propietarios el
abogado caballero Luis Daziani, gobernador de
Sassari, diputado y después senador y el abogado
Alejandro Bronzini Zapelloni. Allí se reunían
muchos jóvenes ya mayores para hacer gimnasia,
maniobras militares y juegos similares. Era
singularmente famoso el juego del salto, por lo
que los muchachos que iban a aquel Oratorio, o
recreatorio si se quiere, solían decir: -Andouma
ai saüt d'don Cocchis: Vamos a los saltos de don
Cocchis-. Y así, de esta forma, el industrioso
sacerdote los tenía alejados de diversiones
peligrosas e inmorales, lo cual ya era una
ventaja. Su empresa le valió las simpatías y ayuda
de la marquesa Barolo, del marqués Roberto
d'Azeglio y de Gabriel Cappello, apodado Moncalvo.
Se pretendía, pues, a toda costa, que don Bosco
se asociase con don Juan Cocchis, el cual, aunque
de comportamiento irreprochable, andaba, al igual
de muchos otros buenos sacerdotes, enardecido con
las ideas políticas; y don Bosco no quería, ni
quiso nunca, saber absolutamente nada de eso. Pero
cada día corrían nuevas noticias que aumentaban
estas pasiones, más apagadas después de la derrota
de Carlos Alberto y al mismo tiempo encendidas con
la esperanza de una revancha. Los sicilianos
habían arrojado de toda la isla, salvo de la
ciudadela de Messina, a las tropas napolitanas. En
Roma se pretendía que el Papa declarase la guerra
a Austria y los austríacos, que habían intentado
ocupar Bolonia, habían sido atacados con bravura
por los ciudadanos, que les obligaron a retirarse.
El Gran Duque de Toscana ya no podía gobernar: la
plebe, encendida en odio por Gavazzi contra el
clero y el ejército, promovía tumultos
sangrientos.
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