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siempre un orden lógico para no engendrar
confusión en sus mentes.
Cuando había concluido todo el alfabeto con
tales industrias, agurpaba las letras en sílabas y
formaba las palabras. A veces, algunos de sus
maestrillos, Santiago Bellia entre otros, se
ausentaban momentáneamente de su sección para
espiarlo y recrearse con sus inventivas.
Sus alumnos, aunque no avezados al ejercicio
mental, aprendían maravillosamente, y al poco
tiempo sabían leer, y luego escribir, con bastante
corrección. Nunca daba clase sin un poco de
catecismo. Sabía interrumpir la clase, o aguardar
al final de la misma, para contar hechos
ejemplares que inculcaban en los corazones la
piedad o el amor a una virtud. Terminaba siempre
la clase con una canción religiosa.
Cuando los desbastó lo suficiente, cedió su
cátedra a Santiago Bellia, que andaba por los
dieciséis años, y al que aquellos buenos
mozarrrones prestaban toda su atención. Pero don
Bosco iba a visitarlos de vez en cuando y les daba
alguna lección de caligrafía y de aritmética.
Especialmente de aritmética, sobre todo desde que,
el quince de diciembre, el ministro de agricultura
y comercio invitó a los obispos a que cooperaran
en la divulgación del sistema métrico decimal y lo
hicieran enseñar en los seminarios. Esta clase
tenía mucha importancia en sus planes de prudente
defensa.
Sus alumnos adultos, que fueron creciendo en
número durante los años siguientes, dábanle gusto
en lo que él tenía tan a pecho, esto es, en
ayudarle a salvar sus propias almas: se
aficionaron a las funciones sagradas y, a no
tardar, se les vio, ((**It3.451**))
mezclados con los alumnos internos, en el coro o
en el presbiterio cantando los salmos y las
antífonas de las vísperas. Y don Bosco, en tanto,
se daba maña para buscar un amo a los que andaban
sin trabajo y hasta socorría económicamente a los
que tenían necesidad.
Reinaba una paz perfecta en el Oratorio de San
Francisco de Sales. En los últimos meses del año,
algunos de los antiguos cooperadores de don Bosco,
eclesiásticos y seglares, temieron que, al
renovarse las divisiones, acabaran ésas por
malograr la tan bien encaminada obra de los
Oratorios Festivos. En consecuencia, proyectaron
agrupar los ya existentes y los que se fueran
fundando, como en una confederación, dependientes
de una especie de asamblea directiva, la cual
debía tutelar los intereses materiales y
espirituales y actuar como juez en las cuestiones
que pudieran surgir entre ellos. Existían en
Turín, por entonces, contando el de Valdocco, tres
Oratorios destinados
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