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sostuviera y defendiese, en especial en lo
concerniente a la autoridad y los derechos del
Romano Pontífice y de la Iglesia Católica. En vano
reclamaron los Obispos. Algunos prohibieron a sus
clérigos asistir a los cursos universitarios y
graduarse; otros, disimularon y dejaron que sus
diocesanos prosiguieran los estudios teológicos y
se licenciaran y doctoraran.
Don Bosco se inclinaba hacia esta posición y
así lo manifestaba al Obispo de Ivrea. Persuadido
de que esta ley duraría muchos años, era del
parecer de ((**It3.449**)) enviar
clérigos o sacerdotes, de probada virtud e
ingenio, para obtener títulos, especialmente los
necesarios para las diversas ramas de la enseñanza
en colegios, liceos y aún en la universidad.
Bastaba prepararles y ayudarles para que pudieran
esquivar los peligros de pervesión que se temían.
Añadía que éste era el único medio para que la
Iglesia pudiera influir indirectamente en la
instrucción pública: porque, al mermar el número
de los actuales maestros de óptima eficacia,
vendrían otros a ocupar su puesto, pero
inficionados de falsos principios. Actuar de otro
modo era, en fin de cuentas, dejar a la juventud
en manos de los adversarios.
Mientras pensaba tan sensatamente en el
porvenir, aumentaba más y más su celo por el
Oratorio. Precisamente, para impedir que los
muchachos, especialmente los menos asiduos y menos
dóciles, perdieran el tiempo durante la semana, en
medio de la barahúnda de las plazas, se convenció
de que no había medio más eficaz para atraerlos
que preocuparse con más diligencia de su
instrucción. Amplió, pues, las escuelas nocturnas,
llegando a tener más de trescientos alumnos.
Redobló sus esfuerzos con
insuperable abnegación: pasaba sucesivamente de
una a otra clase para que todos trabajaran con
fruto y, mientras tanto, elegía y adiestraba a
nuevos maestros. Ya no quedaban ni trazas de los
antiguos desórdenes.
Pero no eran sólo muchachos los que acudían a
las clases. Por invitación de don Bosco asistía a
ella casi un centenar de adultos, analfabetos, con
barba y bigote en su mayoría. Se reunían en una
sala aparte; don Bosco mismo comenzó a instruirlos
y ellos lo escuchaban con docilidad infantil.
Tenía un método particular y curioso para enseñar
el alfabeto, acompañándolo con agudezas originales
y comparaciones amenas, que alegraban a los
alumnos y grababan en su mente las letras que él
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escribía en la pizarra. Dibujaba, por ejemplo, una
O; partíala después por medio, de arriba abajo: la
parte de la izquierda era una C y la de la derecha
una D. Y así procedía trazando líneas rectas y
curvas, borrando y añadiendo, pero manteniendo
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