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((**Es3.340**) me preparaba las pláticas con mayor tranquilidad y, mientras otro entonaba las letanías, yo me revestía para dar la bendición, sin preocuparme de los muchachos. Cierto que, a pesar de aquellas pequeñas ayudas, al llegar la noche, yo me encontraba más muerto que vivo; pero al fin, sin aquellos colaboradores, me hubiera sido ((**It3.436**)) imposible continuar. Mi gran preocupación fue ir eligiéndolos, poquito a poco, a medida que encontraba algunos que tenían las aptitudes necesarias. Al mismo tiempo empleaba todos los medios para conseguir además una finalidad particularmente mía, que era la de averiguar si algunos sentían inclinación hacia la vida de comunidad para admitirlos a vivir conmigo. Después ya no abandonaba a sí mismos a aquellos mis jóvenes colaboradores, sino que los dirigía y les daba a la par toda la confianza que era posible. Comencé llevándome algunos a pasar un día de cmapo en casa de algún amigo mío, otros a veranear en Castelnuovo. Invitaba a comer conmigo, ora a uno, ora a otro, o les permitía que vinieran por las tardes a Valdocco para leer, escribir, charlar o entretenerse. Me las ingeniaba de este modo para proporcionarles un antídoto contra las venenosas opiniones del día y para que no prestaran oído, como habían hecho otros antes, a las habladurías de los instigadores. No puedo negar que al principio me tocó padecer mucho para formarlos a mi gusto; pero, después, los mejores de ellos me prestaron una ayuda eficaz, aún en los momentos más difíciles>>. Al principio, cuando don Bosco hacía esta selección, iba a visitar en sus propios pueblos a ciertos estudiantes que habían actuado como catequistas varios años y que disfrutaban de sus vacaciones. Necesitaba alguno que sirviera de ejemplo de actividad para los nuevos reclutas. Efectivamente, a finales de septiembre iba a predicar a Corio, donde se hospedó en casa de la familia Cresto, su bienhechora: de aquí siguió a Rocca de Corio, donde invitó al joven Francisco Picca y se lo llevó a Turín. Estos amigos suyos habían accedido a su invitación, especialmente para el tiempo de su excursión a Castelnuovo. Pero el que más le ayudó y consoló fue su primer clérigo y compatriota suyo, Ascanio Savio, entonces con diecisiete años de edad. ((**It3.437**)) Este, ya de niño, había oído hablar de don Bosco a su párroco, teólogo Cinzano, como de un sacerdote celoso y emprendedor. Su padre se lo había presentado, cuando vivía en el Refugio, para que lo examinase de latín. Desde aquel momento se sintió tan prendado del santo sacerdote que, cuando vistió la sotana en la Pequeña Casa del Venerable Cottolengo, por estar cerrado el Seminario (**Es3.340**))
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