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poco para que una vida, respetada por las balas
enemigas en los campos de batalla, no quedara rota
por las de sus súbditos.
La noche del 5 al 6 de agosto fue una noche
infernal para Carlos Alberto. El pobre Príncipe
escapó al asesinato de milagro. Envuelto en las
sombras de la noche, a pie y disfrazado, escapó de
aquella turba de forajidos para refugiarse en
Vigevano. El ejército volvió al Piamonte, los
austríacos se detuvieron en la orilla izquierda
del Tesino, y el nueve de agosto se firmaba el
armisticio.
Al llegar a Turín estas infaustas noticias,
dejaron en todos un sentimiento de desolación y de
miedo.
En Valdocco, ya que no podían hacer más,
organizaban plegarias especiales en la capilla por
la incolumnidad del augusto Soberano, con lo que
demostraron los muchachos que eran buenos
ciudadanos y al mismo tiempo fervorosos católicos.
Y hacía buena falta la oración en la Capital,
porque el fermento revolucionario crecía
pavorosamente. Detrás de Carlos Alberto había
llegado un séquito interminable de voluntarios y
prófugos sectarios que huían de Lombardía y
Venecia para gozar de las comodidades de la
generosa hospitalidad que les daba el gobierno
piamontés. Y ellos, en vez de unirse a los
subalpinos para reparar los daños de la guerra, se
instalaron aquí para encender la lucha contra la
Iglesia, calumniar, blasfemar, conspirar, comprar
y vender votos en las elecciones y tomar parte en
los altercados públicos más repugnantes y feroces.
No escatimaron insultos a los obispos. El
arzobispo de Vercelli había permitido que los
soldados se alojaran en el seminario y en catorce
iglesias, y el Municipio pretendía ocupar cuatro
iglesias más y dos monasterios, mientras dejaba
libre el teatro y otros edificios públicos.
Monseñor ((**It3.427**)) se
presentó el seis de septiembre ante el Consejo
Cívico y expuso con dignidad los derechos de la
religión, el respeto debido a los templos y las
estrecheces a que había quedado reducido el
ejercicio del culto. Dieron a sus palabras el
cariz de una ofensa a la autoridad pública, y una
turba pagana rodeó su palacio gritando insultos y
palabras amenazadoras; el ministro, caballero
Pinelli, le escribió una epístola insolente de
reproches.
Mientras tanto los jóvenes desertores del
Oratorio se reunían a campo abierto en los lugares
señalados por sus fogosos cabecillas. Oían misa
los domingos en una o en otra iglesia y después se
iban a Superga, o a los prados de las cercanías de
Turín; pero no se hablaba de sermones ni de
catecismos. Bueno desayunos, agradables
merendillas, alegres paseos, asistencia a
espectáculos o a maniobras militares
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