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al emperador Fernando I que renunciara al dominio
de Lombardía y Venecia, y también por su
recomendación, el Rey del Piamonte agregaba a su
propio ejército las tropas y voluntarios romanos,
a fin de que no fueran tratados como bandoleros
por los austríacos. Finalmente había francamente
rechazado los proyectos seductores de los que
querían hacer de Italia una república, con el Papa
a la cabeza, destronando a todos los príncipes
italianos, incluido Carlos Alberto.
((**It3.425**)) Don
Bosco, sabedor de éstos y otros actos nobilísimos
del Papa, no pudo soportar que Gioberti se
erigiese casi en maestro y censor de la Suprema
Jerarquía.
Cuando se trataba de sostener y defender el
honor y los derechos del Vicario de Jesucristo,
nunca se calló, fuere quien fuere el personaje con
quien hablase, sin miedo a las posibles
consecuencias de su franqueza. Sostuvo, pues, sin
vacilar la causa del Papado, usando los modos
corteses que le eran habituales y que no ofendían
al adversario.
Después de haberse entretenido largo tiempo, se
despidieron en buena armonía; pero don Bosco salió
pesaroso de la entrevista y volvió al Oratorio,
donde le esperaban algunos sacerdotes amigos
suyos, ansiosos de escuchar de sus labios la
relación del coloquio. Don Bosco les contestó con
estas textuales palabras:
-íGioberti acabará mal, porque se ha atrevido a
censurar la actuación de la Santa Sede!
El joven Félix Reviglio y sus compañeros
asilados, oyeron esta narración y la conclusión de
don Bosco. Pero el hecho digno de nota,
consecuencia de esta entrevista, fue que durante
el 1848 y 1849 el Oratorio no sufrió molestia
alguna a pesar de que no faltaron pretextos a los
enemigos del sacerdote para hacer daño, a causa de
la irritación ocasionada por las desventuras
públicas.
Carlos Alberto se retiró a Milán donde intentó
hacer frente al enemigo, con lo mejor de su
ejército; pero, desguarnecida la plaza y tomada
casi por sorpresa, el 4 de agosto se vio obligado
a capitular con el general Radetzki, a fin de
evitar un inútil derramamiento de sangre. Este
acto de prudencia y de buena política, este
sentimiento de humanidad no gustó a una turbulenta
facción que revolucionó a una parte del pueblo
milanés, el cual se agolpó furioso ante el palacio
real gritando:
-íMuerte al traidor!
El animoso príncipe no dudó un momento en
asomarse al balcón para ((**It3.426**)) dirigir
una palabra amiga a los manifestantes; pero faltó
(**Es3.331**))
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