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Busca y rebusca en los bolsillos, registra por
una y otra parte, pero el manuscrito no aparece.
El pobre muchacho se deshace de pena, siente que
se le oprime el corazón y prorrumpe en llanto.
Por fortuna, sin saberlo nadie, don Bosco había
encontrado el cuadernillo.
En tanto, algunos compañeros al verle llorar de
aquel modo, después de haber intentado mil veces
les dijese el porqué, lo llevaron a don Bosco.
->>Qué sucede, querido Santiaguito?, le
preguntó éste. >>Estás malo? >>Algún disgusto?
>>Te han pegado?
Y mientras, le acariciaba para detener su
llanto. El muchacho se enjuagó las lágrimas, tomó
aliento, y respondió:
-íHe perdido los pecados!
A sus palabras soltaron los compañeros una
alegre carcajada. Don Bosco, que lo había
comprendido enseguida, añadió donosamente:
((**It3.420**)) -Feliz
de ti, si has perdido los pecados; y mucho más
feliz, si nunca más los encuentras; porque sin
pecados, irás ciertamente al paraíso.
Pero el muchacho, creyendo que no le habían
entendido, repuso:
-He perdido el cuaderno donde los había
escrito.
Don Bosco entonces sacó del bolsillo el gran
secreto y le dijo:
-Quédate tranquilo, amigo mío; tus pecados han
caído en buenas manos; aquí los tienes.
Al verlos, se serenó el muchacho y, sonriendo,
concluyó:
-Si hubiera sabido que los había encontrado
usted, en vez de llorar, me hubiera puesto a reír;
y esta noche, al ir a confesarme, le hubiera
dicho: Padre, me acuso de todos los pecados que
usted se ha encontrado y que tiene en el bolsillo.
Las reuniones, hermosísimas por el recogimiento
y el fervor, se celebraron en el pequeño coro de
la iglesia. Los asistentes fueron trece, entre los
cuales se contaban Félix Reviglio, José Buzzetti y
Carlos Gastini. También estuvieron presentes
Jacinto Arnaud, Sansoldo, Nicolás Galesio, Juan
Constantino, Santiago Cerruti, Juan Gravano y
Domingo Borgialli. Los asistía don Bosco, el cual
no faltó a ninguna plática. La calma de aquellos
ejercicios contrastaba con la enorme agitación que
reinaba en la ciudad aquellos días. El canónigo
Glielmone, que iba mañana y tarde de su casa al
Oratorio, escribía después a don Juan Bonetti:
que, entonces, al atravesar calles y plazas, le
parecía que había llegado la hora del fin del
mundo, dada la violencia reinante en las
tumultuosas manifestaciones callejeras.
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