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((**Es3.326**) ocupado en el Instituto del Refugio, en las cárceles del Estado y en cien lugares más de la ciudad, encontraba siempre tiempo para trabajar en el Oratorio. A menudo robaba horas al sueño para ir a confesar; frecuentemente negaba al cuerpo cansado el reposo necesario, y se brindaba para predicar por la tarde en las fiestas, para aliviar al amigo, al menos de aquella fatiga. íEternamente alabado sea aquel sacerdote incomparable! Había, en tanto, una cosa por la que don Bosco tenía mucho interés: quería contar con un discreto número de muchachos, bien cimentados en la virtud, que fueran como la sal y la luz en medio de los demás. Y buscó la manera de formárselos. A tal fin determinó hacer también aquel año unos días de ejercicios espirituales, acordándose de los buenos resultados de los del año anterior. Habló con algunos que parecían mejor dispuestos, les ayudó con sus consejos a que consiguieran de sus padres o de sus amos una semana libre para este fin y logró así reunir un pequeño grupo. Preparó todo, se puso de acuerdo con los predicadores, que fueron el reverendísimo señor don José Gliemone, canónigo de Rívoli, para las meditaciones, y el teólogo Borel para las instrucciones, y al anochecer de un domingo de julio se comenzaron los santos Ejercicios que terminaron el domingo siguiente por la mañana, con la comunión y los recuerdos de perseverancia. Los jóvenes ejercitantes permanecían todo el día en el Oratorio; allí escuchaban mañana y tarde las meditaciones y las instrucciones; comían con don Bosco, mas, como no había camas para todos, algunos de ellos iban por la noche a dormir en su casa. Los predicadores, elegidos por don Bosco, parecían hechos expresamente para tal fin; así que las verdades, las enseñanzas, las máximas, los ejemplos y las anécdotas edificantes expuestas, no podían estar ((**It3.419**)) mejor adaptadas a las condiciones de los oyentes para ganarse la atención juvenil. Con la gracia divina varios jóvenes reformaron por completo su vida y comenzaron a observar una conducta tan ejemplar, que fue de gran provecho para ellos y para el Oratorio. Después, algunos se hicieron religiosos, y los otros permanecieron en el siglo viviendo siempre como buenos cristianos. Nos viene al recuerdo un gracioso episodio, que nos contaron como ocurrido en esta ocasión. Un buen jovencito, deseoso de hacer su confesión general con la mayor precisión posible, había escrito sus pecados. Fuera por escrúpulos, fuera aquélla la realidad, es el hecho que llenó un cuadernillo, con la intención de aprendérselos de memoria o leérselos al confesor. Pero, no se sabe cómo, un día perdió el pequeño volumen de sus poco gloriosas gestas. (**Es3.326**))
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