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muchachos. Fueron a visitarles a sus casas, al
lugar de trabajo, o los esperaron por las calles
que llevaban a los dos Oratorios, y lograron
separar de don Bosco a los mayores. Los
seminaristas y sacerdotes que anteriormente eran
sus colaboradores, casi todos habían abandonado a
don Bosco por motivos justificados. Bastantes
maestros y catequistas mayores habían sido
llamados a filas y se encontraban bajo las armas.
Los catequistas que aún le quedaban fueron
invitados a marcharse de allí por los más
enfurecidos. Los pocos que seguían yendo a enseñar
el catecismo, íbanse dejando vencer por el respeto
humano u obligados por la necesidad de ((**It3.417**)) un
favor o ayuda. El Seminario y la Residencia
Sacerdotal estaban ocupados por las tropas, y no
podían prestarle la ayuda extraordinaria que
solían darle de vez en cuando. El Oratorio de
Valdocco quedó casi desierto y, así como antes se
juntaban allí quinientos y más muchachos en los
días festivos, durante algunos domingos no
acudieron más de treinta o cuarenta. Pero no tardó
mucho en ir creciendo a ojos vistas el número,
hasta llenar los patios, quizá más que antes; sólo
que todos eran pequeños.
Con este cisma y abandono, don Bosco volvió a
encontrarse, por algún tiempo, casi solo con todo
el peso del Oratorio. Los domingos y fiestas, de
la mañana hasta el mediodía, no se veía en la
iglesia, en las clases y en el recreo a ningún
otro sacerdote más que al pobre don Bosco y uno o
dos más, los cuales estaban ocupadísimos con el
sagrado ministerio en otra parte y no hacían más
que una breve aparición por el Oratorio.
El resto del día estaba él solo para asistir y
recoger a los muchachos, llevarlos a la iglesia y
darle el catecismo. Entonaba y cantaba las
vísperas sin ponerse el roquete, porque mientras
cantaba debía salir del coro y vigilar para que se
portaran bien los muchachos. Después subía al
púlpito a predicar, también sin roquete, porque a
veces debía bajar para poner orden en una sección,
o hacer callar a alguno, cambiándolo de lugar o
sacar fuera de la iglesia a algún trasto
incorregible. Subía de nuevo al púlpito para
continuar su plática y dar luego la bendición.
Después de las funciones, se entretenía con los
muchachos hasta anochecido e iba, por último, a
acompañarlos hasta las primeras casas de la ciudad
para que no tuvieran encuentros desagradables por
los campos solitarios de Valdocco.
Pero, aún cuando don Bosco se encontrase tan
abandonado y ya rendido de fatiga, nunca le
faltaba un gran ((**It3.418**)) alivio:
el teólogo Borel. Aquel hombre, pequeño de
estatura pero grande de corazón,
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