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((**Es3.325**) muchachos. Fueron a visitarles a sus casas, al lugar de trabajo, o los esperaron por las calles que llevaban a los dos Oratorios, y lograron separar de don Bosco a los mayores. Los seminaristas y sacerdotes que anteriormente eran sus colaboradores, casi todos habían abandonado a don Bosco por motivos justificados. Bastantes maestros y catequistas mayores habían sido llamados a filas y se encontraban bajo las armas. Los catequistas que aún le quedaban fueron invitados a marcharse de allí por los más enfurecidos. Los pocos que seguían yendo a enseñar el catecismo, íbanse dejando vencer por el respeto humano u obligados por la necesidad de ((**It3.417**)) un favor o ayuda. El Seminario y la Residencia Sacerdotal estaban ocupados por las tropas, y no podían prestarle la ayuda extraordinaria que solían darle de vez en cuando. El Oratorio de Valdocco quedó casi desierto y, así como antes se juntaban allí quinientos y más muchachos en los días festivos, durante algunos domingos no acudieron más de treinta o cuarenta. Pero no tardó mucho en ir creciendo a ojos vistas el número, hasta llenar los patios, quizá más que antes; sólo que todos eran pequeños. Con este cisma y abandono, don Bosco volvió a encontrarse, por algún tiempo, casi solo con todo el peso del Oratorio. Los domingos y fiestas, de la mañana hasta el mediodía, no se veía en la iglesia, en las clases y en el recreo a ningún otro sacerdote más que al pobre don Bosco y uno o dos más, los cuales estaban ocupadísimos con el sagrado ministerio en otra parte y no hacían más que una breve aparición por el Oratorio. El resto del día estaba él solo para asistir y recoger a los muchachos, llevarlos a la iglesia y darle el catecismo. Entonaba y cantaba las vísperas sin ponerse el roquete, porque mientras cantaba debía salir del coro y vigilar para que se portaran bien los muchachos. Después subía al púlpito a predicar, también sin roquete, porque a veces debía bajar para poner orden en una sección, o hacer callar a alguno, cambiándolo de lugar o sacar fuera de la iglesia a algún trasto incorregible. Subía de nuevo al púlpito para continuar su plática y dar luego la bendición. Después de las funciones, se entretenía con los muchachos hasta anochecido e iba, por último, a acompañarlos hasta las primeras casas de la ciudad para que no tuvieran encuentros desagradables por los campos solitarios de Valdocco. Pero, aún cuando don Bosco se encontrase tan abandonado y ya rendido de fatiga, nunca le faltaba un gran ((**It3.418**)) alivio: el teólogo Borel. Aquel hombre, pequeño de estatura pero grande de corazón, (**Es3.325**))
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