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->>Y qué clase de predicadores sois vosotros?,
respondían los nuestros: no tenéis oyentes y salís
a comprarlos. Más os valiera que comprarais
patatas.
Los discípulos de Pedro Valdo, ante réplicas
tan vivas, hubieran querido responder con golpes;
pero, viéndose inferiores en número y temiendo
recibir, en vez de dar, se retiraron por el
momento diciendo:
-Nos volveremos a ver.
Con este modo amenazador de proceder se
desprendía que para la fiesta siguiente la
cuestión revestiría aspecto más grave. Por ello, a
fin de evitar peligros y percances lamentables, se
aconsejó a los muchachos que, en adelante, cuando
vieran acercarse a aquellos desgraciados, les
volvieran la espalda sin proferir palabra y
entraran en el patio del Oratorio.
En efecto, llegó el domingo siguiente y se
cumplieron los augurios hechos. Después del
mediodía, se presentaron a cierta hora en el campo
vecino de treinta a cuarenta muchachotes de los de
las dieciséis monedas. A su vista, los muchachos,
obedeciendo la consigna recibida, se retiraron
como corderillos a su propio redil; pero aquellos
locos empezaron a lanzar piedras con tal furia,
que el Oratorio parecía un castillo sometido a
bombardeo. Caían piedras contra las puertas,
piedras contra las ventanas, piedras por los
tejados, piedras entre los chiquillos
atemorizados, algunos de los cuales quedaron
descalabrados.
Era algo de pánico. Aquella insensata
provocación irritó de tal modo a los muchachos
mayores, que perdieron la paciencia y, desafiando
todo peligro, salieron fuera, agarraron también
ellos piedras, de las que estaba sembrado el
campo, y se lanzaron con tal ímpetu contra sus
rivales, que, tras unos instantes, los ahuyentaron
al otro lado de la alameda.
((**It3.405**)) Y no
fue ésta la única vez en que ocurrieron escenas
tan dolorosas. Durante varios meses se renovaron
casi en cada fiesta, con el pesar de don Bosco y
de sus ayudantes, como es fácil de imaginar. Los
herejes y sus iniciados, al no lograr envolver a
los jóvenes en sus redes, se ingeniaron para, al
menos apartarlos del Oratorio, amedrentándolos con
sus amenazas. La emprendían a pedradas con ellos
cuando iban en pequeños grupos, y las más de las
veces aguardaban a que estuvieran reunidos en la
iglesia y entonces lanzaban una verdadera
granizada de piedras contra la puerta y las
ventanas que espantaba y hacía llorar a los
pequeños y obligaba al Director a suspender las
funciones sagradas.
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