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Don Bosco y su Oratorio de San Luis Gonzaga
fueron de los primeros en probar los amargos
frutos de la emancipación, porque los valdenses,
instalados en Turín, fueron a establecerse junto a
la Alameda de los Plátanos, cerca de dicho
Oratorio. Allí, en una casa acomodada para su fin,
comenzaron a dar conferencias, en las que un
ministro tras otro, con el pretexto de explicar la
Biblia, hablaban con vehemencia contra el Papa,
los obispos, los sacerdotes, el celibato, la
confesión, la santa misa, el purgatorio, la
invocación de los santos y sobre todo, contra
María Santísima, tratándola simplemente como una
mujer más y atentando sacrílegamente contra las
dos perlas más brillantes de su corona, su
virginidad y su maternidad divina.
Creían los sectarios, con estas impías
novedades, que suscitarían gran entusiasmo y
atraerían gente sensata para escucharlos; pero,
muy pronto se desengañaron, puesto que poquísimos
turineses se atrevieron a renunciar de su fe y a
frecuentar las asambleas diabólicas. No pasaron de
unas docenas los seducidos: jovenzuelos ociosos,
ignorantes y de malas costumbres, que de católicos
no tenían más que ((**It3.402**)) el agua
bautismal, que no podían raer de su alma. Hubo
entre ellos un tal Pugno, pobre
zapatero remendón que, harto de manejar la lezna y
la pez, llegó a ser uno de los predicantes más
rabiosos. Fue varias veces a visitar a don Bosco
para discutir con él; y, de no haber sido por la
compasión que despertaba la pérdida de aquella
alma, hubiera sido el caso de reír a carcajadas,
oyendo fanfarronear a un remendón convertido en
teólogo y apóstol íde la noche a la mañana!
Cuando vieron los protestantes que no podían
hacer muchos prosélitos entre los adultos,
adoptaron otro método que desgraciadamente
resultó, y resulta todavía, a propósito para
pervertir muchas almas y ponerlas en el camino de
la perdición. Hicieron brillar el vil metal y
lanzaron sus redes en medio de la incauta
juventud.
Eligieron algunos de sus más audaces adeptos,
los mandaron como lobos a la busca de corderos; y
dado que el Oratorio estaba entonces frecuentado
por casi quinientos muchachos, más o menos
grandecitos, pusieron enseguida sus ojos en él,
como en un aprisco sin vallado.
Así que, un domingo, algunos de aquellos
desgraciados se situaron en el camino que llevaba
al Oratorio; otros, se colocaron lo más cerca
posible del lugar de recreo; y, ora con palabras
de halago, ora con frases picantes, procuraban
atraerse a los muchachos:
->>Qué vais a hacer allí? Venid con nosotros, y
os llevaremos a
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