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de ocasionar descontento y desconfianza en el
pueblo, con sus manifestaciones contrarias al
presente orden de cosas y amenazándoles con los
rigores de la ley. Pero la causa de sus lamentos
era muy distinta. Tras las victorias austríacas,
había cundido el desaliento y desaparecido el
entusiasmo de los primeros días. Añadíase a esto
los perjuicios sufridos por las familias y el
temor de males mayores, las sospechas, las
envidias, las ambiciones no satisfechas, las
turbulencias sectarias y republicanas. Mazzini
llegaba a Milán y entusiasmaba a sus secuaces
suscitando tumultos. Pero como no había fuerzas
suficientes para dominar, esperaban con viva
ansiedad socorros de los revolucionarios de
Francia. En efecto, después de largos desórdenes
públicos, el veintitrés de junio tomaban los
socialistas las armas en París para apoderarse del
Gobierno. La guardia nacional y las tropas
organizaron la defensa. Durante cuatro días
libróse en la ciudad una batalla cruel y
sangrienta. Monseñor Affre, víctima de su caridad,
caía mortalmente herido en medio de las
barricadas; los socialistas fueron derrotados: y,
en consecuencia, se interrumpieron los designios
de las sectas en Italia.
El dieciséis de junio se unía a todas estas
desventuras otra más grave aún en Turín. Apareció
el primer número de la Gazzetta del Popolo,
(Gaceta del Pueblo), obra de Bottero, Borello y
Govean. Era un periódico de poco bulto pero que
excitó y ((**It3.390**))
promovió el odio contra la Iglesia y quizás causó
más daño que ningún otro a la Religión y al
sacerdocio. A más de saber estimular las pasiones
del pueblo, empleaba un estilo sencillo y
elemental y daba abundantes noticias comerciales:
de esta forma se le abrían fácilmente las puertas
de todos los establecimientos públicos y caía en
manos de la gente del pueblo, no solamente de la
capital, sino de todas las demás ciudades y hasta
de los pueblecitos más insignificantes del
Piamonte.
Al aparecer los primeros números, acaeció un
hecho que demuestra el buen sentir del hombre del
pueblo. Don Bosco lo contaba y lograba con ello
hacer más amena su conversación con los amigos.
Entró él un día en el café del señor Fiorio.
Estaba hablando con un camarero joven, a quien
deseaba atraer al Oratorio, cuando apareció en el
salón un hombre de tipo montañés. Llevaba en la
cabeza un sombrero de cuero y los pantalones, que
le llegaban a las rodillas, tenían dos bolsos que
parecían dos sacos. Se sentó y pidió un tazón de
café. Se lo sirvieron, alargó sus dedos,
ennegrecidos por el tabaco que a cada instante
aspiraba por las narices, tomó azúcar y lo echó en
la taza. En aquel instante se acercó a él una
docena de estudiantes
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