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ahuyentar del propio espíritu las reflexiones que
inevitablemente suscitan las penas que nos han
sido ocasionadas o las faltas de atención que se
nos han tenido. En tales ocasiones hay que saber
apartar el pensamiento de la ofensa recibida,
disculpar al que nos la ha inferido, y decirnos a
nosotros mismos que ha obrado con precipitación y
se ha dejado arrastrar por un primer movimiento:
hay que saber, sobre todo, cerrar los labios para
no responder a quien trata de irritarnos. Hay que
hablar con dulzura con quienes menos miramientos
guardan con nosotros y, si llegasen a ultrajarnos
al extremo de abofetearnos, hay que ofrecer a Dios
tan injurioso trato y aguantarlo por su amor; aún
entonces hay que saber sujetar los ímpetus de la
cólera y preferir ((**It3.384**)) a
cualquier otro lenguaje el de la dulzura; porque
una palabra suave puede convertir a un obstinado,
mientras, por el contrario, una palabra áspera es
capaz de llevar la desolación a una alma.
>>La dulzura siempre es atrayente. Había en
aquel santo varón un no sé qué de espontaneidad,
de alegría y de discreción, que era difícil
oponerse a su demanda>>. Hasta aquí don Bosco.
Y decimos nosotros: después de leer estas
reglas y examinar la vida entera de nuestro buen
padre, >>no resulta un retrato vivo y que está
hablando de San Vicente de Paúl?
Pero es que hay más todavía. Si se trata un
índice de lo que vamos a narrar se verá que el
parangón entre estos dos hombres del Señor resulta
sorprendente cuanto más se examinan sus gestas.
Al igual de San Vicente de Paúl, se dirige don
Bosco a Roma para obsequiar al Santo Padre, para
venerar la tumba del Príncipe de los Apóstoles,
para visitar los célebres santuarios de la capital
del orbe católico. Predica como San Vicente en la
ciudad y en infinidad de pueblos. Se preocupa,
como él, de la formación de un clero apostólico,
suple la falta de seminarios y desarrolla
maravillosamente las vocaciones al estado
eclesiástico y religioso; recibe en audencia, como
San Vicente, a un sin fin de personas, de toda
especie y condición, que recurren a él para pedir
consejo; y escribe tantas cartas que ellas solas
agotarían la vida entera de un hombre. Trata, como
él, con diversos soberanos y con los grandes del
mundo, y llama la atención su compostura y su
franqueza que nunca calla la verdad.
Si San Vicente de Paúl hace renacer en muchos
monasterios la primitiva observancia, don Bosco
trata, con intrepidez llena de fe, de salvar a
centenares de la ley de supresión y llegar a
preservar a algunos. Si Vicente instituyó la
Congregación de los ((**It3.385**))
Lazaristas y la de las Hijas de la Caridad, don
Bosco fundó la Pía Sociedad de San
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