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Aquel gesto de madre cariñosa conmovía hasta las
lágrimas al pequeño culpable que, por un momento,
hasta rehusaba aceptar aquella fineza que, al fin,
recibía obligado por la orden de Margarita.
Otras veces, después de acabar de comer los
muchachos, iba ella en busca de alguno escondido
en una habitación, porque se sabía merecedor de un
castigo y por miedo a ser avergonzado ante los
compañeros.
->>Qué has hecho?, le decía. La mar de cosas
buenas, >>verdad?... íSiempre dando quehacer! Pero
no he venido para reñirte: >>te portarás bien?
>>Sí? íTe levanto el castigo!...
Y así diciendo se lo llevaba a la cocina y allí
reanudaba su sermón haciéndole ver los males
espirituales y temporales que le acarrearía en lo
porvenir su desarreglada conducta. Y después
proseguía:
-íCuántos disgustos has dado ya a don Bosco! El
se desvive por ti y tú >>cómo se lo pagas? Vete a
pedirle perdón y prométele que no volverás a hacer
más lo que has hecho.
-Sí, sí; haré lo que me dice, respondía el
muchacho.
-Pero no está todo en pedirle perdón a don
Bosco, continuaba Margarita. >>Y Dios? >>Tú sabes
quién es Dios?
Y tomaba entonces un tono majestuoso capaz de
superar a Demóstenes y a Cicerón.
-íDios! A El hay que pedirle perdón. El ve tus
obras y tus pensamientos más escondidos, quizá el
enfado interior que te agitaba mientras don Bosco
te amonestaba y quizá también la poca voluntad que
tenías de enmendarte. Pídele, pues, perdón de
todo, pero con toda tu alma.
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Mientras tanto, le preparaba la comida y hacía que
se sentara, le ponía delante la sopa, mientras el
muchacho convencido y consolado, prometía ser
mejor.
-Pero no digas a nadie que te he dado de comer,
continuaba la buena mujer. Quedaría yo mal;
parecería que yo amparo tus barrabasadas. Se diría
que mi debilidad favorece tu insolencia. Y además
no quiero comprometer a don Bosco. Mira, también,
que es peor para ti. No quiero tener fama de
proteger a quien no se lo merece, pero quiero se
sepa que has reconocido tu falta y estás
arrepentido.
Estas sus formas le adueñaban los corazones.
Cuando tuvieron la suerte de disfrutar de la
amable compañía de Margarita y experimentar las
delicadezas de su corazón maternal, recuerdan
ahora, hechos hombres, con gran satisfacción, sus
años de muchachos y no olvidan la sonrisa
inalterable que fluía de los labios
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