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salvados con un acto de contrición perfecta desde
la creación de Adán hasta la venida del Salvador.
Con estas santas industrias se ingeniaba para
vigilarlos continuamente, aun fuera de casa.
Tenía la costumbre de visitar cada semana ya a
uno, ya a otro de los dueños de talleres o tiendas
e informarse detalladamente del comportamiento y
progreso en el oficio de sus muchachos. Cuando le
daban buenas noticias, para animarlos, les
regalaba alguna ((**It3.357**)) cosilla
para que tuviesen un peculio para sus gastos en
ciertas ocasiones, por ejemplo en los paseos. Los
encomendaba además con insistencia a la vigilancia
de los jefes. Les hacía comprender que si él
procuraba que los aprendices fueran dóciles y
trabajadores, ellos, los dueños, debían por su
parte, cuidarse de que aprendieran el oficio y
estuvieran libres de todo escándalo. Conseguía de
este modo hacer el bien a unos y a otros. Si
alguien maltrataba a sus hijos, salía con valentía
en su defensa, exigiendo fueran bien tratados y
que, también con ellos aunque jóvenes, se
respetara la virtud de la justicia. Cuando
descubría en un taller peligros para su alma o
para su cuerpo, resueltamente lo cambiaba de
patrón. Y buscaba, antes, informaciones del nuevo,
a través de sus amigos, queriendo siempre noticias
seguras de su moral, de su habilidad en el arte y
de si santificaba las fiestas. Cuando no podía
personalmente hacer nuevas inspecciones, mandaba a
personas de su plena confianza,
y, apenas tuvo clérigos consigo, encargó a éstos
de tal vigilancia. Con el mismo celo siguió
asistiendo en sus talleres a los jóvenes externos
del Oratorio festivo, los cuales, constituían su
propia felicidad, al seguir siendo buenos y
laboriosos.
Sabía despertar la emulación entre sus
muchachos internos. Para mayor estímulo y como
galardón de su buena conducta, don Bosco
estableció e introdujo una laudable costumbre, que
siguió en vigor durante muchos años, y que fue la
de premiar a los mejores por votación general. La
distribución de premios se solía efectuar por la
tarde de la fiesta de San Francisco de Sales a
estudiantes y artesanos. Durante la semana
anterior escribía cada interno en un papel el
nombre de unos cuantos compañeros, que a su
parecer tenían mejor conducta religiosa y moral, y
lo entregaba a don Bosco. Este hacía ((**It3.358**)) el
escrutinio y los seis, ocho, diez o más jóvenes
que alcanzaban mayoría de votos, esto es, los que
más veces aparecían escritos en las distintas
listas, eran leídos aquella tarde y premiados en
presencia de todos. Los votos de los compañeros
eran cada vez más sensatos; los mismos superiores
no lo hubieran hecho mejor. En
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