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Apenas tuvo muchachos internos, les hizo tomar
parte con los externos en dicho ejercicio, y
después los dividió, destinadno a éstos el último
domingo del mes, y el primero a los del Oratorio
festivo. Les enseñaba la manera de hacerlo con
provecho. Exhortábales a disponerlo todo, lo
espiritual y lo temporal, como si aquel día
debieran presentarse ante el tribunal de Dios y
con el pensamiento de una llamada imprevista a la
eternidad. Por la noche del día anterior les
insistía que reflexionaran cómo habían pasado el
mes que terminaba y que a la mañana siguiente se
confesaran y comulgaran, como si realmente
estuvieran a punto de muerte.
Puede que les parezca a los amadores del mundo
que el recuerdo de la muerte llenara de funestos
pensamientos la fantasía juvenil, y sin embargo,
ésta era la razón de su paz y de su alegría. Lo
que turba el alma es estar en desgracia de Dios:
quitado el pecado, la muerte no da miedo; por eso
decía don Bosco: <>.
Y el efecto de estas palabras era el que
deseaba; tanto más cuanto que los muchachos se
sentían arrastrados por su ejemplo. Alguna vez,
((**It3.356**)) para
animarlos con la variedad, elegía entre semana
lugares fuera del Oratorio para ir a comulgar y
recitar las oraciones prescritas, llevándoselos a
alguna iglesia en el campo o, cuando aún eran
pocos, al oratorio privado de alguna familia
devota y bienhechora.
A próposito de la muerte, de cuando en cuando,
repetíales en la charla de las buenas noches un
aviso importantísimo, que además le servía de tema
de algunos sermones: <>. Y,
con estadísticas en la mano, les hacía ver cuán
grande era el número de cristianos que no podían
recibir los sacramentos en punto de muerte: les
explicaba entonces la naturaleza del dolor
perfecto, y les demostraba la facilidad para
alcanzarlo, considerando los millones y millones
de pecadores
(**Es3.278**))
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