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cuando se encontraran libres en la vida. Y lo
necesitaban. Baste decir que uno de aquellos
primeros acogidos vendió el colchón por cuarenta
céntimos. Afortunadamente lo supo don Bosco.
Rescindió el contrato y dio una buena lección de
economía al vendedor y otra de justicia al
comprador.
Durante la cena iban llegando muchos de los
muchachos que frecuentaban el Oratorio festivo, y
a cierta hora después que los internos habían
jugado un poco, comenzaban las clases nocturnas.
Ya la campanilla había recorrido los prados
tocando a reunión para los externos. Siempre se
empezaban y acababan las horas de estudio y de
trabajo con una breve oración. Como ya hemos hecho
notar, don Bosco vigilaba todas las clases y al
mismo tiempo enseñaba. A veces, como no había
podido cenar antes, asistía y enseñaba comiendo,
especialmente a los internos. Era de ver cómo con
el bocado entre los dientes corregía al que leía
mal, o hacía cuentas al que no sabía la tabla de
multiplicar, cómo colocaba la pluma entre los
dedos al que comenzaba a escribir. La ((**It3.353**)) escuela
de noche era diaria y duraba casi una hora, salvo
los sábados, para que todos tuvieran comodidad de
confesarse. Decía don Bosco que no había
encontrado ningún otro medio más eficaz que la
confesión semanal para alejar del vicio a la
juventud y dirigirla por el camino de la virtud.
Al terminar las clases ibanse los externos a
sus casas y los internos, recogidos, rezaban junto
con don Bosco las oraciones. Dábanse después
recíprocamente las buenas noches con el que les
hacía de padre, que siempre les devolvía alguna
gracia, y se dirigían a su cama, que el sueño, el
cansancio y sobre todo la alegría del corazón la
hacían cómoda y mullida, aunque no solía ser más
que un saco lleno de hojas de maíz o de paja,
extendido sobre unas tablas que sostenían unos
cuantos ladrillos. El Oratorio era entonces una
verdadera familia. Los sábados se retrasaba la
hora de ir a descansar. Si no había especial
solemnidad para el domingo, don Bosco volvía tarde
a casa después de despachar los muchos asuntos que
tenía en Turín, y empezaba a confesar hacia las
nueve, cuando los muchachos habían terminado de
cenar; ellos le aguardaban pacientemente, puesto
que las confesiones no terminaban hasta las once o
las once y media. Y así continuó hasta 1856. La
mañana del domingo estaba consagrada por entero a
confesar a los externos.
Usaba mil industrias para adiestrarlos a
perseverar en el bien obrar. Primero haciéndoles,
de vez en cuando, una breve plática, por la noche,
a continuación de las oraciones. Dábales en ese
momento los avisos oportunos para la buena marcha
de la casa, les
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