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todos la llevaban en el bolsillo. Con tal motivo
ocurrió una vez un episodio que despertó grandes
risas.
((**It3.351**)) Iba un
tal Pablo Conti con sus compañeros por la ciudad,
camino de la escuela, cuando se le cayó del
bolsillo la célebre herramienta. Al verla, fue
unánime el grito de: íOh, una cuchara! Y todos
empezaron a reír y bromear a su costa. Conti, como
si llevar consigo la cuchara fuese la cosa más
natural, respondió sin alterarse: ->>Y qué
queréis, que venga a la escuela sin la cuchara? Y,
diciendo esto, la recogió con toda naturalidad y
se la volvió a guardar en el bolsillo.
A la una y media se volvía al trabajo. Al
anochecer, de nuevo en casa, cenaban todos juntos
su cazuela o su pucherito de rancho. Sucedía a
veces que algunos se entretenían con su amo en la
tienda y llegaban tarde, dando ocasión a que las
gallinas se subieran a la mesa a picotear en las
cazuelas. Los que estaban observando, avisaban a
mamá Margarita, que se había distraído un
instante, y todos reían satisfechos, diciendo que
aquellas gallinas eran inviolables como los
diputados del Parlamento.
Hasta aquí no hemos hablado del pan. Es de
notar que en aquel tiempo don Bosco no se lo ponía
en la mesa, sino que, cada noche, reunía en el
comedor a sus aprendices y entregaba a cada uno
veinticinco céntimos, para que lo comprasen día
por día. <>.
((**It3.352**)) Todos
sabían arreglárselas; no sólo tenían lo
suficiente, sino que en aquellos tiempos
afortunados, como todas las mercancías estaban a
buen precio, todavía ahorraban alguna perra para
comprar algo más. Alguno conseguía una botellita
de aceite o de vinagre y don Bosco le permitía
tomar verduras del huerto para hacerse una
ensalada. Los domingos se añadían cinco céntimos
más para el companaje. A los mejores y no
gastadores don Bosco les entregaba el sábado el
importe total fijado para la semana. Tal costumbre
se mantuvo hasta 1852. De este modo aprendían los
muchachos a ser buenos cajeros y administradores
inteligentes, acostumbrándolos desde entonces a
saberse organizar,
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