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ejemplo, se sigue todavía este plan en todas las
casas salesianas, con gran provecho espiritual y
satisfacción de los muchachos.
Al terminar la misa, partía cada cual a la
ciudad a su taller. Uno era sastre, otro zapatero,
éste carpintero, ése encuadernador, aquél albañil,
etc. etc. No hubo talleres en casa hasta 1856. Al
mediodía volvían a comer a casa. Tomaba cada uno
una cazuela o un pucherito de barro cocido, se
acercaba al caldero, que humeaba en el hogar o
estaba colocado sobre un taburete a la puerta de
la cocina, y la buena mamá Margarita, con
frecuencia José Buzzetti y a veces el mismo don
Bosco, cazo en mano,
distribuían el rancho. Consistía éste de ordinario
arroz y patatas, a veces en pastas y habichuelas;
y más a menudo en castañas blancas cocidas con
harina de maíz que formaban una masa exquisita,
muy apetecida por los muchachos. También se echaba
la polenta en la cazuela, pero entonces se la
salpicaba con queso rallado o se la rociaba con
alguna salsa dejando ((**It3.350**)) caer, a
lo mejor, una pizca de salchicha o merluza cocida,
sobre todo en las fiestas principales.
A veces, mientras servían las cazuelas, se
asomaba a don Bosco a una ventana de la planta
baja, con una manzana en la mano. Se la enseñaba a
uno de los muchachos, el cual, loco de alegría
corría hacia el alféizar para agarrarla. Todo
respiraba la más sana alegría en aquella
paupérrima casa; apenas bendecía don Bosco la
comida, les auguraba buen apetito, y todos
prorrumpían en la más sonora carcajada, porque era
evidente que no necesitaban augurio semejante.
El comedor era de lo más romántico. En los días
soleados se repartían por el patio, en grupos de
tres o de cuatro, algunos solos, y, sentados sobre
un madero, sobre una piedra o sobre el tronco de
un árbol; éstos en un banco y aquéllos en el
desnudo suelo, daban fin al don de Dios que la
caridad industriosa de don Bosco les
proporcionaba. En los días de lluvía, comían junto
a la cocina, sentados en una habitación cercana,
en los peldaños de la escalera y en el dormitorio.
>>Para beber? Manaba allí una fuente de agua
fresquísima que sin gasto alguno, era su tonel y
su cantina.
Al terminar la comida, fregaba cada uno su
cazuela y la volvía a colocar en lugar seguro.
Pero en el invierno, cuando el agua estaba casi
helada y se huía de mojarse las manos, los
muchachos echaban una partida y dejaban que la
suerte designara a quién tocaba limpiar la
escudilla: el que perdía tenía que fregar dos,
tres y a veces más.
Cada cual guardaba su propia cuchara. Si la
perdía, tenía que buscarse otra con sus propios
medios; se la miraba como un tesoro. Y como no
tenían para ello en el comedor un cajón
individual, casi
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