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((**Es3.274**) ejemplo, se sigue todavía este plan en todas las casas salesianas, con gran provecho espiritual y satisfacción de los muchachos. Al terminar la misa, partía cada cual a la ciudad a su taller. Uno era sastre, otro zapatero, éste carpintero, ése encuadernador, aquél albañil, etc. etc. No hubo talleres en casa hasta 1856. Al mediodía volvían a comer a casa. Tomaba cada uno una cazuela o un pucherito de barro cocido, se acercaba al caldero, que humeaba en el hogar o estaba colocado sobre un taburete a la puerta de la cocina, y la buena mamá Margarita, con frecuencia José Buzzetti y a veces el mismo don Bosco, cazo en mano, distribuían el rancho. Consistía éste de ordinario arroz y patatas, a veces en pastas y habichuelas; y más a menudo en castañas blancas cocidas con harina de maíz que formaban una masa exquisita, muy apetecida por los muchachos. También se echaba la polenta en la cazuela, pero entonces se la salpicaba con queso rallado o se la rociaba con alguna salsa dejando ((**It3.350**)) caer, a lo mejor, una pizca de salchicha o merluza cocida, sobre todo en las fiestas principales. A veces, mientras servían las cazuelas, se asomaba a don Bosco a una ventana de la planta baja, con una manzana en la mano. Se la enseñaba a uno de los muchachos, el cual, loco de alegría corría hacia el alféizar para agarrarla. Todo respiraba la más sana alegría en aquella paupérrima casa; apenas bendecía don Bosco la comida, les auguraba buen apetito, y todos prorrumpían en la más sonora carcajada, porque era evidente que no necesitaban augurio semejante. El comedor era de lo más romántico. En los días soleados se repartían por el patio, en grupos de tres o de cuatro, algunos solos, y, sentados sobre un madero, sobre una piedra o sobre el tronco de un árbol; éstos en un banco y aquéllos en el desnudo suelo, daban fin al don de Dios que la caridad industriosa de don Bosco les proporcionaba. En los días de lluvía, comían junto a la cocina, sentados en una habitación cercana, en los peldaños de la escalera y en el dormitorio. >>Para beber? Manaba allí una fuente de agua fresquísima que sin gasto alguno, era su tonel y su cantina. Al terminar la comida, fregaba cada uno su cazuela y la volvía a colocar en lugar seguro. Pero en el invierno, cuando el agua estaba casi helada y se huía de mojarse las manos, los muchachos echaban una partida y dejaban que la suerte designara a quién tocaba limpiar la escudilla: el que perdía tenía que fregar dos, tres y a veces más. Cada cual guardaba su propia cuchara. Si la perdía, tenía que buscarse otra con sus propios medios; se la miraba como un tesoro. Y como no tenían para ello en el comedor un cajón individual, casi (**Es3.274**))
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