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Y los demás le siguieron. Al llegar al lugar,
encontró la puerta cerrada, porque los muchachos
del Oratorio se habían retirado ya a la capilla.
Pero nuestro héroe no se dejó vencer por tan
pequeños obstáculos y encaramándose a la tapia, al
ver que no había nadie en el patio, saltó a él
como un gato.
Estaba curioseando, y mientras observaba el
pobre Oratorio, que a él parecía no podía ser más
que una cochera o un sotechado, fue visto por
alguien, fue interrogado y conducido a la iglesia.
Desde el primer instante quedó maravillosamente
sorprendido al contemplar tantos muchachos de su
edad, índole y condición, modestamente devotos,
pendientes de los labios de un chiquito y venerado
sacerdote, que les hablaba con sencillez, dulzura
y afabilidad. Era el teólogo Borel que predicaba,
y que precisamente hablaba de los corderos y los
lobos, resaltando que los primeros eran los
muchachos inocentes y los segundos los compañeros
maliciosos y perversos.
-Si no queréis, les decía, si no queréis ser
devorados por los lobos rapaces, huid, queridos
muchachos, de las malas compañías, de los que
blasfeman, de los que hablan desvergonzadamente,
de los ladrones, de los que viven alejados de la
Iglesia. Venid los días de fiesta al Oratorio.
Aquí os encontraréis resguardados en el redil;
aquí no entran los lobos, y, si entrasen, hay aquí
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perros fieles, hay buenos sacerdotes, buenos
asistentes, que os defienden y os custodian.
Estas y otras parecidas palabras causaron
profunda impresión en el corazón de aquel
muchacho, que no había oído en toda su vida un
sermón más a propósito y más cariñoso. Terminada
la breve plática, se entonaron letanías y él, que
tenía una voz hermosísima y sentíase apasionado
por la música, tomó parte en el canto transportado
de gozo. La inefable alegría que él experimentaba
por vez primera era una llamada de Dios que lo
atraía hacia El. Impaciente por conocer a don
Bosco, preguntó a uno del
Oratorio al salir de la capilla:
->>Quién es don Bosco? >>Es acaso ese cura
pequeño que predicaba?
-No, respondió el interrogado; ven conmigo y te
presentaré.
Y lo llevó ante él que estaba rodeado de un
grupo de muchachos. Don Bosco lo recibió con tal
cariño, que el jovenzuelo quedó profundamente
conmovido. Después de unas preguntas sobre su
estado y condición le invitó a tomar parte en los
juegos, le hizo cantar solo, alabó su hermosa voz,
le prometió que le haría aprender música y cien
cosas más. Una palabrita al oído, una de aquellas
poderosas palabras, cuyo secreto solamente él
poseía, acabó por ganárselo del
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