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Y Dios premiaba su celo; lo mantenía incólume
bajo su santa custodia y le daba autoridad sobre
aquellos muchachos de tan poco juicio.
Cuando invadían los domingos la zona de
Valdocco, salía él a su encuentro, pero prohibía
lo mismo a los internos que a los del Oratorio que
le siguieran. Los muchachos le contemplaban con
temor desde el cercado y los árboles o subidos a
las tapias. Le veían sereno en medio de aquel
tumulto, ((**It3.332**)) sin que
nunca le pasara nada grave y sin contusiones,
aunque le diera alguna piedra en la espalda o en
las piernas. Generalmente, apenas aparecía, se
corría la voz entre los golfos: <<íEstá don Bosco;
está don Bosco!>>. Y esto bastaba para que la
mayor parte se fuera. Los restantes se acercaban a
don Bosco, el cual, con recomendaciones
afectuosas, con bromas sutiles y a veces con
reproches, procuraba persuadirlos del mal que
hacían. Mientras hablaba, las hojas de las
navajas, ya abiertas, volvían a sus cachas y
entraban con precaución en los bolsillos, para que
don Bosco no las viera; los que apretaban una
piedra abrían la mano y la dejaban resbalar sobre
la pierna para que no hiciera ruido al caer. Y don
Bosco lograba reducirlos a sentimientos más
mansos, al menos por algunos días.
Los guardias, espectadores lejanos de aquellos
hechos, afirmaban que sólo don Bosco era capaz de
meterse en medio de aquellos terribles alborotos y
el único capaz de amansar aquellas indómitas
mesnadas.
Don Juan Giacomelli contempló, al menos tres
veces, la escena de don Bosco avanzando decidido
en medio de dos pandillas: una la del círculo
Valdocco, que tiraba contra otra más numerosa que
se defendía en el espacio donde se ve ahora la
fonda de Viú en la calle Cigna. Pero lo que más
llamó su atención fue ver que don Bosco,
dirigiéndose a unos y otros con aire autoritario,
les intimó:
-íFuera piedras!
Los muchachos, parada la lucha, con la piedra
en la mano le miraban indecisos; pero al
intimárselo por segunda vez, tiraron las piedras
al suelo y se desbandaron.
Y muchos domingos, después de hacerles dejar
aquel juego brutal, los reunía a su alrededor y
los instruía. Y como no lograba, con sus amables
invitaciones, convencerlos para que entraran en la
iglesia, porque decían ellos bromeando que
((**It3.333**)) les
hacía daño el olor de la cera, se sentaba con
ellos en medio de los prados.
Entonces toda aquella gentecilla, sentada o
tumbada sobre la yerba, le rodeaba silenciosa y
atenta. Y él, con su rara habilidad, les
(**Es3.261**))
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