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Y levantando el puño se disponía a convertir en
hechos las palabras.
Calló el insolente, sobre todo al darse cuenta
de que algunos de sus compañeros, que ya habían
ido al Oratorio, estaban de parte de su contrario.
Don Bosco entonces preguntóles cuál era la causa
que había ((**It3.329**))
excitado en ellos tan vivo resentimiento, calmó
sus ánimos haciéndoles ver que la supuesta ofensa
recibida era cosa de nada y les recordó cómo el
Divino Salvador, perseguido y maltratado, pudiendo
vengarse con una sola palabra, sin embargo no la
quiso decir. Aquella turba, convertida, rodeó a
don Bosco y le acompañó un buen trecho hasta que
él les despidió, después de haberle prometido
todos que acabarían con aquellos odios.
Otra vez fue sorprendido en mitad de una ancha
avenida por una turba de aquellos malandrines que
avanzaban voceando por un extremo, a tiempo de
que, por la parte opuesta, venía otra pandilla a
todo gritar contra la primera. Estaban ya a tiro
para lanzar las piedras y don Bosco no se
apartaba. Los dos bandos se detuvieron un instante
y le gritaron:
-íDon Bosco, apártese, échese a un lado!
->>Y por qué he de apartarme? íYo voy por mi
camino!
-Bueno, replicaron los muchachos; >>no quiere
retirarse? íPeor para usted!
Y, de una y otra parte, empezaron a llover las
piedras, algunas de las cuales pasaban rozándole
los hombros y la cabeza. Hasta que algunos de los
mayores, temiendo por él, gritaron a sus
compañeros:
-íBasta ya!
Pero los más rabiosos seguían tirando piedras.
Y entonces llegaron las amenazas, los puñetazos,
las bofetadas y los puntapiés. En el calor de la
inesperada represión y resistencia, brillaron las
navajas, que siempre llevaban consigo. Tuvo que
imponerse don Bosco, para que no se hiriesen a
navajazos por su causa.
Las cercanías del Oratorio frecuentemente se
convertían en campo de semejantes porfías, casi
siempre con sangre. Un día había una rabiosa
batalla entre los muchachos del barrio Pollone y
los de Porta Susa. Casi todos iban armados con
palos, navajas y algunos ((**It3.330**)) hasta
con pistola. Las piedras de la calle servían para
empezar. Inútilmente habían intentado los
guardias, que acudieron al primer aviso, ni por
las buenas ni por las malas, lograr hacer
retroceder a los vanguardistas de aquellos
endemoniados grandes y pequeños. Don Bosco, que
veía desde la ventana de su casa que la vida de
sus muchachos corría peligro y dado que era
conocido por algunos combatientes,
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