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No era moralmente posible que, en medio de tanta
disipación, los muchachos del Oratorio no
sufrieran algún cambio de conducta. Realmente
faltaban bastantes a las funciones sagradas los
domingos y entre semana no se les veía en el
catecismo; otros acudían a recepción de la
confesión y la comunión quedaba reducida a la
mínima expresión.
Para remediar aquel malestar religioso y moral,
que amenazaba a los muchachos del Oratorio, era
menester que la industriosa caridad y el celo de
don Bosco encontrasen medios eficaces. Y éstos no
se hicieron esperar. Dio comienzo con la oración.
Aquel año introdujo la santa práctica del
ejercicio del vía crucis: la inició el diez de
marzo y se repitió todos los viernes de cuaresma.
Quiso que asistieran todos los muchachos de la
comunidad, con la mayor devoción posible; a ellos
se unieron muchos otros chicos externos y diversas
personas del vecindario que, por comodidad, iban
durante la semana a oír misa y confesarse. Don
Bosco en persona lo dirigía, compenetrado de tales
sentimientos de compasión con el pensamiento de
los padecimientos
sufridos por el Divino Salvador para nuestra
redención, que su compostura valía por todo un
sermón eficacísimo.
En tanto, acomodándose a las exigencias de los
tiempos, en todo lo que no desdecía de la Religión
y las buenas costumbres, no dudó en permitir que
los muchachos realizasen sus maniobras en el patio
del Oratorio; más aún, se las arregló para
conseguir una buena cantidad de fusiles de madera.
Puso sin embargo, como condición, que no se dieran
tantos golpes, como sucedía entre ((**It3.321**))
piamonteses y austríacos, y que al sonar la
campanilla para el catecismo, todos depusieran las
armas y acudieran a la
iglesia. Estrenó también otros ejercicios
gimnásticos menos peligrosos; proveyó de bochas,
tejos, etcétera, etcétera. Repetía con frecuencia
el juego de la piñata, las carreras de sacos y
hacía representar honestas comedias y sainetes
divertidos. En fin, no ahorró nada para que todos,
de un modo o de otro, tuvieran comodidad para
divertirse en el Oratorio, siempre asistidos y
paternalmente vigilados.
Constituyó un poderoso atractivo la clase de
canto. A las lecciones de solfeo añadió don Bosco
las de piano y órgano; y, para muchos, la música
instrumental, lo que suscitó gran entusiasmo.
Mientras atendía a la organización de la banda y
adiestraba a algunos muchachos a aporrear el piano
y hacer chillar el órgano, la música vocal se
perfeccionaba. Así que, en cuanto tuvo los coros
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