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medio de violencias tan indignas, como apenas se
dan en los pueblos bárbaros.
Pero los desórdenes no acabaron en Turín tan
presto.
Las invectivas del libro de Gioberti El jesuita
moderno y la acogida prestada a los jesuitas,
desencadenaron también contra la Residencia
Sacerdotal las iras de la plebe, enguantada y sin
guantes. Una noche se presentó un tropel de gente
al pie de las ventanas de la Residencia en la
calle Mercanti, gritando a voz en cuello:
íAbajo la Residencia Sacerdotal, muera el
teólogo Guala!, y otros improperios.
Como el teólogo Guala esta enfermo, bajó don
José Cafasso a la calle para intentar amansar a
aquel grupo de locos, acompañados por curiosidad
de muchos otros haraganes. La aparición del
teólogo Cafasso, bien conocido por los
alborotadores de cuando acompañaba a los
condenados al patíbulo, y sus palabras, todo
dulzura y mansedumbre, redujeron al silencio a la
chusma. Pero en aquel momento uno de los
residentes, ligero de cascos y chalado por las
ideas de Gioberti, improvisó motu propio en las
ventanas un simulacro de iluminación con las pocas
velas que encontró en las habitaciones de los
compañeros. Bastó aquello para cambiar por
ívivas!, los gritos de íabajo! y la manifestación
se dispersó. El Teólogo sintió mucha pena, y el
residente liberal fue despedido pronto.
((**It3.298**)) Parecía
que había pasado todo peligro, cuando una noche se
presentaron en la Residencia seis aguaciles,
cuatro de paisano y dos de uniforme. Tenían orden
de hacer un registro minucioso, como si aquello
fuese un antro de maleantes que amenazaran la
seguridad del Estado. Registraron detalladamente
todo, presente el teólogo Guala, que se levantó de
la cama y desde un sillón observaba todos sus
movimientos. No encontraron nada censurable; sólo
se llevaron un fajo de cartas que, a lo que
parece, devolvieron enseguida.
También se organizaron manifestaciones contra
la marquesa Barolo, acusada de ocultar a quince
jesuitas en su casa y amenazada, además, de muerte
por separar -decían- a las muchachas de sus padres
y encerrarlas por la fuerza en sus Institutos. Así
le agradecían el gran bien que había hecho a
Turín. Desde Casa Pinardi se oía la indecente
barahúnda de unos hombres borrachos encenagados en
el mal y unas mujerzuelas licenciosas, que
vomitaban toda suerte de injurias contra el
Refugio, y amenazaban
incendiarlo y hacer salir a las muchachas.
Al mismo tiempo los sectarios no olvidaron a
monseñor Fransoni y preparaban un nuevo alboroto
contra él. Pero el marqués
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