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-No queremos ser menos que Toscana y Nápoles.
Broferio y D'Azeglio, al llegar la noche,
corrían por las calles con pandillas demagógicas,
que llevaban hachones encendidos y, acampados
durante casi toda la noche bajo las ventanas del
Ministro Napolitano, aclamaban la Constitución con
vivas estruendosos. Querían también que, con tal
motivo, el Arzobispo organizase un Te Deum en la
iglesia de San Francisco de Paula, pero, éste no
accedió. La franca postura de monseñor Fransoni
irritaba a los cabecillas que querían la libertad
para todos,
salvo para el clero. Una turba de villanos, ya en
pleno día, lanzó gritos furibundos a las puertas
de su palacio. Y, de nuevo, rodeando su coche que
volvía de visitar al teólogo Guala, gravemente
enfermo en la Residencia Sacerdotal, le insultaron
con gritos y silbidos.
En aquellos días se reunieron sin cesar
asambleas siniestras que empezaban a pretender un
gobierno liberal. El rey Carlos Alberto fue
advertido por sus ministros de la necesidad de dar
la Constitución, pues de otra forma se temía un
conflicto entre el gobierno y el pueblo. La
inmensa mayoría de los ciudadanos era indiferente
o contraria a tales novedades, pero una minoría se
imponía. El 5 de febrero se reunió en la plaza del
Castillo una gran muchedumbre.
((**It3.290**)) Una
comisión del Municipio se presentó al Rey
pidiéndole la promulgación de las instituciones
representativas y la milicia ciudadana. Carlos
Alberto, profundamente preocupado por la
importancia de la concesión que debía hacer,
celebró consejo con todos sus ministros el día 7
de febrero. Al fijar los puntos principales del
Estatuto, insistió en cuanto a la libertad de
imprenta, que para los libros religiosos se
requiriese el permiso episcopal y que la propiedad
eclesiástica permanecería absolutamente
intangible. Como urgía el tiempo y cualquier
demora podía resultar fatal, el 8 de febrero se
promulgaba la promesa del Estatuto, resumiendo en
catorce artículos los puntos fundamentales: los
poderes del Rey; las dos cámaras legislativas; la
manera de imponer los tributos; la libertad de
imprenta sujeta a leyes represivas; la libertad
personal garantizada; la inamovilidad de los
jueces; la institución de la milicia comunal.
De este modo se despojaba Carlos Alberto de una
parte de su regia autoridad para investir con ella
al pueblo, representado por la cámara de los
diputados y por el senado, y cambiar su gobierno
absoluto por un gobierno constitucional.
A la promulgación siguieron nuevas y calurosas
manifestaciones populares, pero el Ayuntamiento no
llevó a efecto las proyectadas lumninarias
generales, cuando el Rey manifestó que no eran de
su
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