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don Miguel Rúa que lo visitó muchas veces, de niño
primero, y después de clérigo, para enseñar el
catecismo.
También allí se empezó y se continuó siempre
dando clase a los muchachos después de las
funciones religiosas. Simplemente se les enseñaba
a leer y escribir, aritmética, canto gregoriano y
música. Además, empezaron a ir durante la semana
muchos de aquellos pobres muchachos a las clases
elementales nocturnas. Había también allí un patio
anejo donde se les adiestraba en ejercicios
militares y gimnáticos y donde podían divertirse
con toda suerte de juegos lícitos que fueran de su
agrado.
Con todo, como ya empezaban a ser muy fuertes
los aires de libertad, el teólogo Carpano hubo de
afrontar serias dificultades. ((**It3.287**)) Le
tocaba llevar, vez por vez, el vino y la hostia
para la santa misa, las formas para los que
comulgaban y un poco de pan para su desayuno. Como
hacía tanto frío aquel rígido invierno, llevaba
además bajo el manteo, un fajo de leña para
calentar un poco la salita que servía de
sacristía. Una mañana, iba él solo por las calles
todavia silenciosas del Barrio Nuevo, cuando unos
trasnochadores, al verlo envuelto en su manteo y
como preocupado por ocultar quién sabe qué,
sospecharon, empezaron a gritar, corrieron hacia
él, tiraron con violencia del manteo y casi le
echaron al suelo. Al ver el fajo de leña y oír que
lo llevaba para calentar a los pobres chiquillos
obreros del Oratorio de San Luis, se alejaron
avergonzados y maravillados.
Otra noche, volvía del Oratorio a su casa muy
cansado, al llegar a la antigua Plaza de Armas,
sintióse acometido por una lluvia de pedradas. La
pareció llegada su última hora, cuando oyó gritar:
<<-íDejadlo en paz, es el teólogo Carpano!>>.
Y al instante cesó el apedreamiento. íUn
milagro que saliera ileso!
El demonio comenzaba a mostrar su rabia contra
el segundo refugio que se abría para la juventud
en peligro.
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