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Muerte. Este ejercicio fue enriquecido por Pío IX
con indulgencia Plenaria, aplicable a las benditas
almas del purgatorio, y concedía trescientos días
a todos los que intervinieran en la procesión. Así
que, mientras en la ciudad ondeaban al viento por
las calles miles de banderas y explotaban las
pasiones patrióticas, músicas y cantos, en el
Oratorio salían de la iglesita hileras de
muchachos precedidos de humildes estandartes,
llevando en andas a San Luis entre lirios y
azucenas, daban una vuelta alrededor del huerto de
mamá Margarita, cantando las glorias de la
inocencia y de la pureza, y volvían ante el altar
para ser bendecidos por el Divino Salvador. La
procesión mensual se hizo regularmente durante un
año o poco ((**It3.278**)) más,
esto es, durante
todo el tiempo que duraron las manifestaciones
patrióticas por la ciudad.
Estas y otras prácticas piadosas, totalmente
necesarias en aquellos días, hicieron un gran bien
y el mismo don Bosco se maravillaba al ver cómo
los muchachos se dejaban atraer por ellas.
Los sectarios, como veremos, empleaban los
ardides más seductores y eficaces para excitar la
fantasía, exacerbar los sentimientos patrióticos y
encender las pasiones contra la Iglesia, a la que
presentaban como enemiga de la libertad y del
bienestar de los pueblos. En consecuencia, hubo
que lamentar bastantes años la falta o disminución
de fe en la gente del pueblo, su irreverencia y
hasta su aversión contra obispos y sacerdotes. No
se puede formar idea hasta qué punto llegaron los
excesos de las mentes exaltadas. Decía don Bosco
humildemente a don Juan Turchi:
-íQué contento estoy de ser sacerdote! De no
haberlo sido, >>adónde hubiera yo llegado en
aquellos tiempos?
Y estos sentimientos le servían de norma para
hacer llegar su palabra al corazón de los jóvenes,
disipar prejuicios, enseñar la verdad y mantener
encendido en ellos el amor a la religión.
Estas preocupaciones no le impedían participar
en las angustias y dolores de monseñor Fransoni. Y
como tenía siempre abiertas las puertas del
Palacio Arzobispal, durante los últimos meses de
1847 y en los primeros de 1848, acudía allí todas
las tardes, de las cinco y media hasta cerca de
las ocho. Frecuentemente se encontraba con él el
muchacho Francisco Picca, que salía de las
escuelas de Puerta Nueva, y le invitaba a
acompañarle.
-Con mucho gusto, le respondía, >>adónde va?
La respuesta era casi siempre la misma:
-A ver al Arzobispo.
El joven sacerdote y el venerando Prelado
comentaban los gravísimos
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