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a casa de sus parientes, los cuales, al cabo de
unos días, acabaron por meterlo en el Hospital de
San Juan, alquilando una habitación particular.
Tuvo entonces la fortuna de encontrarse con don
Bosco, el cual no le habló para nada de religión
en las primeras visitas que le hizo; sólo entró en
el tema cuando estuvo seguro de su aprecio.
Conoció entonces Abraham su error acerca del
cristianismo, que había confundido con una secta
protestante y quedó admirado de la hermosura del
catolicismo. Pero los judíos se dieron cuenta de
las largas visitas de don Bosco y se pusieron en
guardia para impedir la conversión. A partir de
aquel momento se hizo díficil hablar con Abraham
sobre religión, y don Bosco apenas si podía
acercarse a él. Habían puesto a su lado dos
sirvientas para atenderlo continuamente, una de
día y otra de noche. Abraham estaba angustiado
porque deseaba instruirse más, cuando se dio
cuenta de que una de las sirvientas hablaba sólo
en francés y la otra en francés y alemán. Y como
él sabía perfectamente el inglés, comunicó su
descubrimiento a sor Serafina, que también hablaba
el inglés, y se pusieron de acuerdo para continuar
su instrucción en aquella lengua, persuadidos de
que no serían entendidos. Don Bosco dirigía
aquellas lecciones de catecismo dando a leer a la
hermana las <>
(Discusiones directas con los hebreos) de Pablo de
Médici y <> del teólogo Vicente
Rossi, de Mondoví, dos obras que ((**It3.263**))
presentan argumentos para convencer a los judíos
de que el Mesías, esto es Jesucristo, ya ha
venido. Las dos sirvientas presenciaban las
conversaciones y, aunque no entendían una palabra,
sospecharon y se lo comunicaron a sus dueños, los
cuales tenían orden de su padre de impedir
absolutamente la conversión de Abraham al
catolicismo. Quisieron, pues, trasladarlo a
Chieri; pero no pudo vencerse la repugnancia de la
familia judía de Chieri contra aquella enfermedad,
ni con la esperanza de una buena ganancia, y
optaron por dejarlo en el hospital de San Juan.
Entretanto la enfermedad progresaba; los judíos
estaban alerta y el padre, puesto sobre aviso,
ordenó que su hijo fuese llevado a Amsterdam vivo
o muerto. Los médicos se opusieron resueltamente a
lo que ellos llamaban un homicidio, afirmando que
no había ninguna esperanza de curación y que, dada
la debilidad del enfermo, moriría antes de tiempo
a causa del viaje. Los judíos de Turín, al ver
que no había esperanza de curación y vencidos por
su temor supersticioso a acercarse a los
moribundos, lo abandonaron, sin cuidarse ya de
librarlo de los cristianos. Aprovechando un
momento oportuno, el
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