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que poseía un corazón sin doblez; su visita fue
breve, pero abrió el camino a otras muchas de más
larga duración y frutos consoladores. Aquel joven,
apenas conoció a don Bosco, sintió una amable y
profunda simpatía hacia el sacerdote católico y le
contó toda su vida. Se llamaba Abraham; había
nacido en Amsterdam, donde vivían sus padres, que
eran muy ricos. Gracias a su talento había
progresado rápidamente en los estudios y, como era
el ídolo de la familia, habían satisfecho todos
sus deseos de
diversiones, teatros, reuniones y comodidades. Con
todo, él siempre había sido moderado. Tenía una
hermana mayor, Raquel, a la que quería muchísimo.
Deseaba ésta secretamente hacerse cristiana y
había logrado instruirse en las verdades
católicas, leyendo a escondidas buenos libros de
religión y hablando con personas católicas. Poco a
poco, y sin que él lo advirtiera, le había ido
insinuando máximas cristianas. Raquel, que tenía
algunos años más que ((**It3.260**))
Abraham, estaba decidida a hacerse Hermana de la
Caridad. Al cumplir los diecisiete años, manifestó
a su padre la idea y le pidió permiso para ir a
Francia. El padre se indignó mucho y, ya que no
podía disuadirla, no quiso autorizar su partida
hasta que llegara a ser mayor de edad. Sólo
entonces consintió en que marchase a donde
quisiese, pero la desheredó y no le otorgó la más
mínima ayuda con que vivir. Pero una tía suya,
hebrea también, movida a compasión, le entregó la
suma necesaria para pagar la dote con que entrar
en las Hijas de San Vicente. Raquel fue a Paris;
cuando supo Abraham que su hermana quería hacerse
católica y monja, le cobró una gran aversión, en
gran parte debida a que se imaginaba que su
hermana ya no le quería. A pesar de todo, los
sentimientos cristianos se habían adentrado en su
corazón lo suficiente para conservar viva la duda
sobre su religión.
No tardó su madre en advertir las dudas de su
hijo y, para mantenerlo firme en la religión
hebrea, íbale contando a menudo las ridículas y
pavorosas fábulas de Talmud que amenazaban con
terribles castigos a los judíos que abandonan su
religión. Abraham, con todo, se mostraba incrédulo
e iba repitiendo:
->>Qué puedo temer de esa maga, que según usted
dice, vive desde los tiempos de Adán? Si todavía
existe, como usted asegura, debe ser muy vieja y
tener pocas fuerzas para hacerme daño.
Su padre, en extremo supersticioso, al ver que
su hijo se apartaba cada vez más de sus opiniones
y hasta se mofaba de ellas, llamó a un Rabino para
que lo persuadiese con sus razonamientos. Pero
Abraham, que poseía una perspicaz inteligencia,
discutía especialmente con él sobre el punto
capital del reino eterno pormetido por
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