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las aclamaciones, pero ((**It3.244**)) no
todos los sacerdotes se dejaron embaucar por los
entusiasmos populares, y figuraba entre ellos en
primera línea don Bosco, el cual estaba persuadido
de que a los hosanna seguirían los crucifige. Más
aún, interrogado por sus amigos sobre los
acontecimientos presentes y futuros de la Iglesia,
había respondido: que la revolución iría
aumentando poco a poco, hasta llegar a las últimas
consecuencias.
Ya era una prueba la manera de tratar a los
Obispos, mientras mostraban tantas deferencias por
el clero inferior. En 1847 se inventó una infame
calumnia contra monseñor Felipe Artico, obispo de
Asti, vigilante guardían de la disciplina
eclesiástica. La autoridad civil, la primera,
respaldó a los detractores, y el Senado del
Piamonte, sin respetar el concordato de 1841, el
cual establecía que solamente el Papa era el juez
de los Obispos, envió con gran ostentación a sus
representantes a la misma ciudad de Asti.
Estos iniciaron proceso criminal contra
Monseñor; pero tuvieron que proclamar su inocencia
ante la luminosidad de las pruebas. El Rey quiso
consolar el dolor del eximio prelado, y para darle
muestras de su estima, se lo llevó consigo a
Racconigi. Pero esto no fue lo bastante para
acabar con las manifestaciones hostiles y los
ultrajes de los intrigantes de Asti contra el buen
Obispo, el cual, al fin de año, no sintiéndose
seguro en la ciudad, se retiró a una finca
episcopal en la ladera de una colina
solitaria. Ni allí le dejaron vivir tranquilo,
haciéndole blanco de inverecundas burlas.
Sirviéronle de consuelo, en medio de tantas
amarguras, la defensa de todo el episcopado
piamontés y la constante amistad con don Bosco.
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