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propio con la alabanza; si lográis atraer a
vuestra causa a los curas malos, habréis hecho un
buen negocio'>>. Y el programa se cumplió a la
letra; desde entonces, se podía leer, de no estar
ciego, cómo todos los movimientos de los liberales
iban dirigidos directamente a atormentar y
destronar al Papa, quitándole todos los medios y
apoyos humanos. Aún siguen repitiendo: <>.
Con este fin, cuando en 1847 atacaba Gioberti
al clero regular, empezaron los conjurados a
halagar astutamente al clero secular. Mazzini
había escrito: << Conviene ganarse al clero y
conquistar su influencia... El clero no es enemigo
de las instituciones liberales... Si podéis crear
en cada capital un Savonarola, adelantaremos a
pasos de gigante... No ataquéis al clero en su
fortuna ni en su ((**It3.243**))
ortodoxia, prometedles libertad y los veréis en
vuestras filas... Lo esencial es que no conozcan
los fines de la gran revolución. No dejemos ver
nunca más que el primer paso a dar...>>.
El santo y seña de las logias en Turín fue
éste: Alabad a los sacerdotes. El no iniciado en
los secretos, no entendía la inusitada reverencia
y cordialidad con que trataban al clero hasta los
que no frecuentaban la iglesia. Todos los
aniversarios patrióticos empezaron a concluirse
visitando un santuario, asistiendo a una misa o a
un Te Deum con la bendición del Santísimo. Se
invitaba al sacerdote a los congresos, a las
reuniones, a las manifestaciones, y era tratado
con toda suerte de atenciones. En la Universidad
de Turín, donde se atrincheraban los jansenistas
como en una ciudadela, se hermanaban los
estudiantes de las distintas facultades con los
seminaristas y sacerdotes alumnos de la facultad
de teología. Estos no podían en ocasiones
sustraerse a las entusiastas ovaciones de
estudiantes y profesores. Fuera de ella, hasta
desde lejos, se podía saber del paso de un insigne
eclesiástico o de un grupo de seminaristas por el
frenesí con que gritaba la gente: íVivan los
curas! íVivan los seminaristas!
No hay que maravillarse, pues, de que en aquel
primer momento tomaran parte en el movimiento
liberal bastantes sacerdotes jóvenes. Unos se
habían calentado la cabeza leyendo los escritos de
Gioberti; otros, en mayor número, eran unos ilusos
e ingenuos que no sabían darse cuenta de adónde
iban a parar aquellas exclamaciones tan
exageradas. No podían siquiera sospechar que las
reformas políticas, aparentemente deseadas por
todos, pudieran tener su lado peligroso, cuando
veían que el mismo Pío IX había concedido alguna a
su pueblo. Todos ellos podían fácilmente picar en
el anzuelo de
(**Es3.195**))
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