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nueve, cuando don Bosco llamó a su alrededor a los
muchachos, les hizo cantar las dos primeras
estrofas del himno: Luis rey de los jóvenes, les
recomendó que se retiraran a sus casas con orden y
sosiego, y ellos le obedecieron, gritando una vez
más: íViva San Luis! íViva don Bosco!
((**It3.235**)) Algún
tiempo después anunció don Bosco la inscripción de
algunos grandes personajes en la Compañía de San
Luis, como socios de honor. Los muchachos quedaron
admirados al oír el nombre del gran Pío IX, del
Cardenal Santiago Antonelli, de monseñor Luis
Fransoni, monseñor M. Antonucci, Nuncio
Apostólico, a la sazón, en la Corte de Turín y,
después, Cardenal Arzobispo de Ancona, y otros.
Esta solemnidad, que tan agradable imprensión
dejó en el ánimo de los muchachos, se celebró en
distintas fechas durante los años siguientes, pero
don Bosco marcó casi siempre distinto día para la
fiesta de San Luis y para administrar la
confirmación. La fiesta fue creciendo siempre en
esplendor, tanto por los congregantes, como por
sobrepasar el millar de comuniones y la procesión,
y el día de las confirmaciones no perdió
importancia, gracias al celo desplegado por el
siervo de Dios y a las ventajas duraderas en las
almas. No se cansaba de preparar a los muchachos,
les explicaba qué era la confirmación, los efectos
que producía en el alma y con qué disposiciones se
debía recibir. Los confesaba la víspera o por la
mañana misma de la administración
sacramental; recibía al Obispo en la puerta de la
iglesia, tomaba parte en la sagrada ceremonia para
asistir y mantener recogidos a los confirmandos.
Pasaba por medio de las filas en que estaban
colocados y decía una palabrita al oído de uno o
de otro de los más necesitados, lleno del santo
deseo de que el Divino Paráclito encontrara en
aquellos tiernos corazones un templo digno.
Desde aquel momento les repetía frecuentamente
que, puesto que habían sido constituidos soldados
de Cristo, debían mostrarse llenos de valor, para
manifestar ante el mundo su fe y estar dispuestos
a cualquier sacrificio, antes que ofender a Dios.
Les recomendaba, con más ahínco que antes, el
hacer la señal de la santa Cruz, como profesión de
fe, arma ((**It3.236**)) contra
el demonio, palabra de orden que distingue al
cristiano del infiel y les exhortaba a santiguarse
con devoción y frecuentemente. Tenía la paciencia
de señalarles los defectos en que ordinariamente
caen algunos por ignorancia o negligencia, y para
corregirlos, se valía, entre otras industrias, de
la de ridiculizar a los que se santiguaban como
espantando moscas, en vez de cumplir con un acto
de religión.
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