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gozar de las finezas de vuestra beneficencia y vos
podáis contemplar los copiosos frutos de vuestra
insigne caridad>>.
El Arzobispo se dirigió a la capilla, se
revistió de los ornamentos sagrados y celebró la
misa en la que distribuyó la comunión a varios
centenares de muchachos. Al ver con sus propios
ojos a aquellos jóvenes, en gran parte antes
descuidados de sus deberes de piedad y religión, y
al apreciar cómo estaban en la iglesia y cómo se
acercaban a comulgar con un recogimiento que movía
a devoción, experimentó un gozo celestial y
confesó después que aquella función había sido una
de las que más le habían conmovido y hecho
disfrutar.
<<>>Cómo no se me iba a llenar de gozo el
corazón, andaba después repitiendo, viéndome
rodeado de centenares de muchachos virtuosos y
piadosos que, sin duda, de no ser por aquella obra
providencial, hubieran caído, como tantos otros,
en el vicio y en la impiedad? >>Cómo no sentir que
se me saltaban las lágrimas de alegría al
contemplar en el seno de la Iglesia y en brazos de
Jesucristo, a tantos corderillos que, sin los
pastos del Oratorio, hubieran ido tal vez a
alimentarse de hierbas envenenadas, hubieran caído
en las garras de los lobos o se hubieran
convertido ellos mismos en lobos para sus
compañeros?>>.
Una pequeña anécdota sucedió al dar la
comunión. Un muchacho se olvidó del aviso dado por
don Bosco; así que, cuando el Señor Arzobispo,
antes de darle la sagrada Hostia, le presentó
((**It3.230**)) según
es costumbre, el anillo para besarlo, él se lo
metió en la boca.
Después de misa, se invocó al Espíritu Santo y
Monseñor comenzó a administrar el sacramento de la
confirmación a los trescientos jóvenes. Antes de
despedirse les dirigió unas sentidas palabras, de
acuerdo con las circunstancias.
Ocurrió en esta ocasión una anécdota simpática,
que ya referimos en otro volumen, pero que nos
parece oportuno recordar. Según la costumbre de
otras iglesias, se había preparado en la capilla
del Oratorio, junto al altar, una especie de trono
episcopal, que no era más que un banquillo
elegantemente forrado, colocado sobre una tarima
alfombrada, en el que debía colocarse el Prelado.
Subió el Arzobispo para hablar, con la mitra
puesta, no pensó que las bóvedas de la capilla no
eran tan altas
como las cúpulas de su catedral y, como no inclinó
la cabeza, dio en el techo con la punta de la
mitra. En aquel momento sonrió bondadosamente y
murmuró por lo bajo: <>. Y así lo hizo. Nunca olvidó
monseñor Fransoni
(**Es3.185**))
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