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compadecía al verlos tan abandonados; más de una
vez se le oyó exclamar:
-íQué pena me dan estos pobres chicos! íMe
dejan el corazón hecho pedazos!
Tal era su preocupación, que hacía tiempo
andaba pensando, juntamente con el teólogo Borel,
el modo y manera de construir un pequeño
asilo-hogar. Habían lanzado una sonda al señor
Pinardi para saber a qué precio vendería su casa y
la respuesta había sido: íochenta mil liras!
Don Bosco no replicó, pero en su mente comenzó
a brotar un proyecto vastísimo, con tal fortaleza
de ánimo, que ninguno de sus contemporáneos pudo
superar y que logró ver realizado antes de morir,
de acuerdo con la finalidad que se había
propuesto. Un poder misterioso le empujaba siempre
hacia adelante. Así que, aunque falto de toda
suerte de bienes, se resolvió a poner manos a la
obra diciendo:
-Comencemos; ya vendrán los medios.
Preveía con certeza que se avecinaban tiempos
calamitosos, pero también sabía que <>1. ((**It3.204**))
Y sin más, preparó un rincón donde alojar por
la noche a los muchachos que viese más necesitados
de aquella caridad. El rincón era un pajar junto
al mismo Oratorio. Metió en él un poco de paja,
algunas sábanas y mantas y, a falta de éstas, unos
sacos donde poderse rebujar. No podía hacer más,
porque aún no disponía de todas las habitaciones.
Pero esta su paternal solicitud empezó con mala
suerte. >>Qué sucedió?
Era una noche del mes de abril de 1847. Por
haberse entretenido más tiempo de lo normal a la
cabecera de un enfermo, volvió don Bosco a su casa
bastante tarde. Atravesaba los campos, entonces
llamados de la Ciudadela, hoy cubiertos de
grandiosas edificaciones. Estaba ya cerca de los
cuarteles de la calle Dora Grossa (hoy calle
Garibaldi) y al principio de la avenida Valdocco,
cuando se tropezó con un grupo de unos veinte
jovenzuelos barbiponientes, que no sabían de don
Bosco ni del Oratorio. Al ver llegar a su
encuentro a un cura, empezaron a zaherirle con
pullas pocos finas.
-Los curas son unos avaros, decía uno.
-Orgullosos e inaguantables, añadía otro.
-íHagamos la prueba con éste!, gritó el
tercero.
1 Eclesiastés XI, 4.
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