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que acuden a ellos. -Y explicando la razón de sus
concesiones a don Bosco, añadía: -Dada la
circunstancia de que muchos muchachos son
forasteros y que los demás son por naturaleza
volubles e inconstantes, sin los Oratorios que de
tan bonita manera los atraen, muchos no irián a la
iglesia y crecerían ignorantes y díscolos. -Los
párrocos se aquietaron sin oponerse a su decisión
y don Bosco se complacía en llamar al Oratorio:
<>.
La carta del Arzobispo consoló a don Bosco y
alentó más aún a sus catequistas que no ahorraban
fatigas y cuidados para que los hijos del pueblo
se preparasen a recibir los santos sacramentos con
las debidas disposiciones, asistiesen al triduo de
preparación que comenzaba el jueves santo, a la
misma hora destinada antes al catecismo, y
pusieran en práctica las breves pero entusiastas
exhortaciones que don Bosco les daba de tanto en
tanto.
El celo y el espíritu de don Bosco se
transfundía en los jóvenes catequistas porque,
aunque no convivían ((**It3.198**)) con él,
siempre estaban a su lado, ya uno ya otro, de la
mañana a la noche, seguían minuciosamente cada uno
de sus pasos, quedaban edificados de sus ejemplos
y le imitaban hasta en los actos de piedad que
parecían de menor importancia.
Permítasenos una digresión al llegar a este
punto.
El espíritu religiosos de don Bosco se
manifestaba continuamente de un modo especial en
el respeto, amor y estima por todos los actos de
culto y prácticas de piedad que la Iglesia
aprueba, promueve y recomienda, aún sin
imponerlos. Tales son, por ejemplo, el empleo de
los sacramentales, la asistencia a las funciones
de la iglesia, el rezo del santo rosario en común,
la inscripción en las cofradías, el rezo del
Angelus, la bendición de la mesa y el ejercicio
del Viacrucis. Era vivísima su devoción
a los misterios de la pasión y muerte de
Jesucristo. Meditaba sus dolores con amor y
hablaba de ellos de tal forma que se conmovía, se
le ahogaban las palabras y excitaba al llanto a
los oyentes. Recomendaba a todos sus subordinados
esta tierna devoción y hablaba de ella con ternura
en el tribunal de la penitencia; por eso ya el año
anterior había presentado al Arzobispo la
siguiente súplica, firmada por el teólogo Borel.
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