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obstáculo para solidificar su tiranía, los Siete
Cantones católicos. Por eso, recogiendo en sus
filas a cuantos malvados se habían refugiado por
aquellas regiones, huyendo de la justicia de esos
países, los incitaron para apoderarse del gobierno
supremo de toda la confederación. Así que aquel
año comenzaron los tumultos por todas las tierras
helvéticas: bandas armadas de millares de
malhechores recorrían montes y valles de los
territorios católicos cometiendo toda suerte de
infamias y crímenes. Los Siete Cantones, previendo
entonces que pronto serían ocupados por el
ejército regular, se aliaron entre sí e invocaron
la intervención de las Potencias para defender su
justa causa. Pidieron armas, que no tenían, a
Carlos Alberto el cual, con su magnánima
generosidad, se las concedió, siendo el único rey
que intentó apoyarlos a la hora de desgracia. Sin
embargo, en noviembre del 1847 los católicos
sucumbieron. Se defendieron valerosamente del
ejército radical invasor con 118.000 hombres, pero
las traiciones, las treguas violadas, les pusieron
en manos de su enemigo. Asesinatos de sacerdotes,
saqueos de conventos, incendios de iglesias, leyes
inicuas que despojaban y ataban a la Iglesia
Católica, detenciones de Obispos, lograron,
acompañaron y establecieron la conquista, al grito
de íViva la libertad!
Este golpe sangriento formaba parte de los
propósitos de la revolución universal. Como
quiera que Suiza confinaba con Alemania, Francia e
Italia, y era nación independiente, se prestaba
maravillosamente para establecer en ella el
cuartel general de todos los jefes sectarios: allí
se podría mantener impunemente la llama que
propagaría incendios de revoluciones por los
reinos circundantes; y este lugar serviría de
refugio seguro y de asilo para todos los cómplices
y emisarios de las ((**It3.6**))
conspiraciones, cuando no se triunfase en sus
criminales intentos. Y así sucedió, porque los
hijos de este mundo son más astutos para sus cosas
que los hijos de la luz1. Todo, pues, había sido
preparado: se habían ajustado los últimos hilos de
la trama; no faltaba más que la señal para
levantarse. Aguardaban el triunfo, olvidándose de
que la suerte de la Iglesia y de todas las
naciones de la tierra está en manos de Dios y que
nada sucede sin que El lo permita y que El sabe,
según su querer, cambiar el curso de los
acontecimientos: que las pruebas más o menos
largas para los unos, los castigos para los
1 Lucas, XVI, 8.(**Es3.16**))
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