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del orden establecido, que eran fervorosos
católicos y devotos a toda prueba de la dinastía
de Saboya y de su política. Gioberti, con sus
detestables libelos, lograba fueran tenidos como
una secta Austro-Jesuítica, enemiga de la patria.
A más, juntamente con los sectarios del Piamonte,
esperaban un triunfo próximo, ya que estaban
amparados por todas las sectas cosmopolitas
republicanas, unidas entre sí por una alianza
defensiva y ofensiva. Protegidas eficazmente por
Lord Palmerston, Ministro de Asuntos Exteriores de
Inglaterra y jefe de la Masonería, habían prendido
en su red calladamente a Europa ((**It3.4**)) con sus
tramas subversivas e iban preparando movimientos
populares imprevistos. Su pensamiento y sus
trabajos se dirigían a derribar los tronos y la
Iglesia Católica, primera representante y custodio
de la autoridad. Francia, con sus doctrinas
revolucionarias, causa de grandes daños morales;
Austria, debilitada con las doctrinas de José II y
su pretensión de servirse de la Iglesia como de
instrumento para gobernar, en vez de escucharla
como a maestra y de obedecerla como a madre; los
Estados protestantes de Alemania, con su principio
de libre examen, demoledor de todo principio de
respeto a la autoridad divina y humana, parecía
que
llegarían a ser fácil presa de los conjurados.
Toscana y Nápoles, con las doctrinas de Leopoldo y
Tanucci, habían logrado levantar una generación de
intelectuales contra la legislación eclesiástica.
Con todos estos elementos crecían fácilmente y se
multiplicaban por toda Europa los conciliábulos;
al pie de cada trono se preparaba una mina. Los
jefes habían acordado que, por cuanto ello fuera
posible, se desatasen simultáneamente las
insurrecciones, de modo que ningún gobierno
establecido pudiera ser ayudado por los otros; y
así quedarse ellos como señores de la tierra y de
los pueblos. Al urdir todas estas maquinaciones,
dirigían su mirada llena de odio hacia la Sede del
Romano Pontífice para destruir su poder temporal y
espiritual, al mismo
tiempo que Roma reunía tras sus muros a muchos de
los más audaces sectarios, a cara descubierta
unos, escondidos los otros, y repartidos por todas
partes. La paz pública ya dependía de esto y el
angelical Pío IX, casi sin darse cuenta de ello,
estaba asediado en su propia capital, mientras se
celebraban en su honor y sin cesar ensordecedores
festejos públicos.
A pesar de esto, en general reinaban la paz y
el orden en Europa, salvo en Suiza, donde ya hacía
tiempo que los radicales, rotos los antiguos
estatutos y pactos ((**It3.5**)) jurados,
habían cambiado la constitución federal con
inauditas violencias. Quedaban, como
último(**Es3.15**))
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