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Así que don Bosco no descansaba un instante ni
entre semana; sólo cambiaba de ocupación, de
cualquier género que ella fuese: estaba siempre
dispuesto a escribir cartas, opúsculos, confesar y
predicar. Y en cualquier reunión que se hiciese,
lo mismo para muchos que para pocos, pronunciaba
su discursito varias veces al día, sobre las
verdades de la fe o sobre la práctica de la moral
católica.
Si salía a predicar fuera de Turín, a su vuelta
le aguardaba un alegre recibimiento. Los muchachos
del Oratorio se informaban de la hora de su
llegada. Iban a esperarlo al puente del Po o al
puente de Moscú. Iban varias decenas. Apenas
asomaban los caballos del ómnibus, estallaban los
saludos con un formidable: íviva don Bosco!
Corrían todos a su encuentro y rodeaban su coche.
El cochero montaba en cólera, gritaba a los
muchachos, los amenazaba con el látigo, les
dedicaba los <> más sonoros, pero era
inútil: los muchachos seguían corriendo y gritando
y así entraban en Turín. La gente se paraba al ver
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turba de muchachos alegres y jadeantes, mientras
don Bosco sacaba la mano por la ventanilla y los
iba saludando por su nombre. Cuando finalmente se
paraba el coche, se agolpaban tanto los muchachos
ante la portezuela que los viajeros no podían
descender. El cochero saltaba del pescante para
abrir paso, propinando pescozones a diestra y
siniestra. Don Bosco, que ya había salido, le
decía:
-íPobre chiquitos! íSon amigos míos, sabe
usted!
->>Y tiene usted esta clase de amigos? Se ve
que no los conoce: son unos bribones, unos
granujas, unos gandules. íFuera de aquí!
Todos, entre tanto, se apretujaban en derredor
de don Bosco para besarle la mano y acompañarle,
mientras el cochero se encogía de hombros y se
retiraba barbotando.
Un hecho más todavía. Era la tarde del día de
Difuntos de 1853. Volvían los muchachos internos
del camposanto. Don Bosco se había quedado un poco
atrás. Cuando he aquí que los limpiabotas,
vendedores de cerillas y limpiachimeneas,
esparcidos por la plaza de Manuel Filiberto, al
verlo, dieron un grito, corrieron a su encuentro,
lo rodearon y atronaron el aire con miles de
vivas. Don Bosco sonriente se detuvo. Los internos
acortaron el paso y contemplaban la conmovedora
escena. Estaba entre ellos el jovencito Juan
Francesia. La gente se agolpaba. Los centinelas
del cuartel vecino dudaban si tocar al arma. Salen
más soldados a
(**Es3.146**))
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