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íCuántos buenos muchachos -decía don Bosco- he
encontrado entre esos limpiachimeneas! Llevaban la
cara tiznada pero qué blanca era su alma cuando
venían a confesarse.
Les tenía un cariño singular. Cuando los
encontraba, les daba una limosna y les invitaba a
ir a su Oratorio.
Los limpiachimeneas eran entonces objeto de su
solicitud especial. Estos pequeños saboyanos
bajaban inocentes de sus montañas, sin ninguna
idea de la malicia del mundo, y sin conocer el
dialecto. Por eso necesitaban instrucción
religiosa, y que se les ayudara para no caer en
los lazos de compañeros malvados. Don Bosco
triunfó en su empresa, ganándoselos, proveyéndoles
de lo necesario para vivir, vigilándoles y
haciendo que siguieran siendo buenos con sus
consejos. íCuántos consuelos le proporcionaron
aquellos ingenuos hijitos suyos!
Continuó él en su tarea de ir a buscar
muchachos para el Oratorio festivo y especialmente
para el catecismo cuaresmal, hasta 1865.
Mientras se ganaba a los chicos pobres, no
dejaba de ocuparse de los mayores y de sus pobres
familias, especialmente durante la semana. Cuando
volvía a casa hacia el mediodía, aún no había
acabado de comer, y ya tenía la pluma en la mano
para escribir cartas o instancias en favor de
aquella pobre gente que se encontraba en la
indigencia. Fue una obra de caridad, que parece de
escasa importancia, pero que hay que anotar entre
las más hermosas realizadas por don Bosco.
Mientras permanecieron ((**It3.174**)) en
Turín la Casa Real y los Ministerios, los
infelices solían recurrir a estas Autoridades para
que les socorrieran en su miseria. Los casos
dolorosos y las necesidades urgentes eran de toda
especie. Muchísimos de aquellos pobrecitos no
sabían escribir y no encontraban quien les
redactara gratuitamente el pliego de una
instancia, y no faltaban los que no tenían dinero
ni para comprar papel sellado. Por esto acudían al
Oratorio muchos de ellos y don Bosco escuchaba
pacientemente sus cuitas y los despedía
satisfechos. Durante los primeros cinco o seis
años cumplía él mismo este molesto trabajo, pero
fácil y agradable para él. Cuando más tarde pudo
dedicar un habitación para porteria, estableció
que un clérigo u otra persona idónea atendieran
allí, a determinadas horas, a los que iban y les
redactaran debidamente la instancia. Esto lo
disponía especialmente para los días en que él
debía ausentarse de Turín. El mismo pagaba muchas
veces el importe del papel que, a la larga, no era
pequeño. No pasaba un día sin que se presentara
alguno
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