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para los Municipios y desaprobaban los movimientos
clamorosos preparados por los Conjurados.
Pero otros del mismo partido no eran tan leales
como éstos. La educación, las malas lecturas, la
ambición y el no tascar el freno les hacían desear
un gobierno constitucional, muerto antes de nacer
en 1821, no tanto por amor a la libertad, cuanto
por escalar los puestos más elevados del poder y
gozar del monopolio de los intereses nacionales.
No rechazaban las maquinaciones secretas y los
tumultos, con tal de alcanzar su fin. En efecto,
ya que no podían obtener nada por sí solos, se
habían unido a los sectarios, los cuales, aunque
pocos todavía, eran muy astutos y les habían
prometido su ayuda. En contrapartida, sin
embargo, quisieron y obtuvieron la seguridad de
que el Estado se colcaría en las vías del progreso
moderno, rompiendo sus relaciones con la Santa
Sede y acabando con la inmunidad y otros derechos
eclesiásticos. Pero escondían sus últimas
aspiraciones, esto es, su idea republicana.
Pronto aparecieron escritores sagaces y
disimulados que, con formas suaves y engañosas,
buscaron cómo conducir a los católicos a la
revolución y disfrazar con atuendos religiosos las
doctrinas sectarias para seducir a los incautos; y
mientras, a lo mejor, asaltaban ((**It3.3**)) las
instituciones de la Iglesia para hacer odiar el
clero, señalaban y alababan
hipócritamente a la misma religión como fuente e
instrumento de amor patrio.
Sin embargo, esta alizanza no podía innovar
nada en el Piamonte sin el consemiento de Carlos
Alberto, a quien amaba el pueblo y prestaba
fidelidad el ejército. El, por su parte, era
celosísimo y de inmutables propósitos en todo lo
que tocaba a las prerrogativas de la corona y a
las pertenencias de la Religión. Los liberales
habían llegado ya a ganarse el ánimo del Rey, tal
como hemos narrado, y le aconsejaban secretamente,
aprobaban su proyecto de fundar un reino italiano,
pero no era eso lo único que ellos habían ideado.
Querían servirse de él como de arma y bandera
contra todos los príncipes de Italia, y
especialmente contra el Romano Pontífice, mientras
el Rey de la Casa de Saboya, enemigo de la
supremacía austríaca, planeaba unir a sus dominios
solamente Parma, Piacenza, Módena, Reggio,
Lombardía y Venecia. El pretendía con esta
conquista formar un baluarte para defender el
Papado que, según declaraba, defendería hasta el
último instante.
Por otra parte, los liberales habían podido
obtener la gran ventaja de disminuir en la corte
la influencia de los conservadores(**Es3.14**))
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