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padres y a todos sus superiores.-3.¦ Estar muy
animados a cumplir los deberes del propio estado,
y querer trabajar para mayor gloria de Dios y la
salvación de las almas.
A más de esto, él, que había tomado la
costumbre de saludar al ángel de la guarda de
cuantas personas encontraba a su paso, rogaba
también a los ángeles de sus muchachos que les
ayudasen a ser buenos y recomendaba a los mismos
jóvenes que recitaran en su honor tres Gloria
Patri.
Consecuencia de tan agradables y santas
maneras, era que los jóvenes se sentían atraídos
suavemente al sacramento de la penitencia ya por
el amor, la estima y confianza que profesaban a
don Bosco, ya también al ver que la confesión era
su vida y su satisfacción. Y no era sólo en el
Oratorio; por las mismas razones, los muchachos se
sentían conducidos hacia él por una misteriosa
atracción en todas las ciudades y pueblos por
donde pasaba. Diríase que don Bosco se sentía
feliz al ver en su derredor un apretado círculo de
muchachos que esperaban su turno para contarle los
secretos del alma. Tanto había trabajado para
conquistar aquellas sus almas queridas que, el
devolverles la gracia de Dios, formaba su delicia
y le embargaba de contento.
A veces, sobre todo a los comienzos del
Oratorio, don Bosco ((**It3.155**)) tenía
ante sí un centenar de niños, que querían
confesarse. Sin la menor idea del orden y, siendo
las primeras veces que se acercaban a este
sacramento, con su ruda impaciencia hubieran
persuadido a cualquier otro sacerdote de que así
no era posible cumplir convenientemente el sagrado
ministerio. No había entonces ningún catequista
para asistirlos, unos gritaban, queriendo ser los
primeros, otros se empujaban para pasar delante y
los otros repelían a los que intentaban
adelantarles. Era una fatiga ímproba poner un poco
de calma en aquel barullo; pero, finalmente, al
menos estaban en silencio y de rodillas. Don
Bosco, dirigiéndose entonces a los más cercanos,
levantaba la mano para hacer sobre uno la señal de
la cruz; pero he aquí que todos los que se
encontraban cerca se santiguaban también, como si
a cada uno le hubiera dado la señal de comenzar su
acusación. Y don Bosco, siempre impertubable y
sonriente, se veía obligado a confesar, estando de
pie, sosteniendo con una mano a los que se le
echaban encima y acercando con la otra su oído a
la boca del que se confesaba, para que ninguno
pudiera oír la acusación. Lo más admirable de
aquel momento era la transformación que se
advertía en los penitentes a medida que se
acercaban a don Bosco. Se ponían
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