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Algunas madres le habían confiado sus hijos,
diciéndole que eran incorregibles y rogándole los
hiciera buenos. Don Bosco se sentía responsable
ante Dios de aquellas almas y, a veces, corría él
mismo a detenerlos. A veces los alcanzaba
enseguida, otras debía correr unos minutos.
Algunos se resignaban y sonrientes se dejaban
conducir al catecismo; otros se resistían y se
precisaba la virtud de un santo para que no
irritase con tanta obstinación.
Corría un día don Bosco tras ((**It3.121**)) dos de
éstos; y con la carrera llevaba encendido el
rostro y jadeaba. De pronto apareció don Juan
Giacomelli entre el arbolado; al verlo, exclamó:
-íHola! es la segunda vez que te veo alterado.
En tanto, logró don Bosco atrapar a los dos
fugitivos y, teniéndolos agarrados por la mano,
dio a su compañero Giacomelli la respuesta que
mostraba la calma de su espiritú:
-Y >>qué quieres? íEstos benditos muchachos
quieren escaparse para no ir a la iglesia!
Mientras tanto, en el Oratorio se rezaba el
santo rosario, así había cambiado el orden don
Bosco y se comenzaba el catecismo por clases,
divididas por edades y conocimientos. Cada
catequista estaba en su puesto y en pie atendía al
grupo que se le había confiado. Don Bosco, metido
en alma y cuerpo, ordenaba las clases para que
resultaran provechosas, y confiaba los mayores a
los sacerdotes de más experiencia; y también a
doctos señores seglares de la nobleza turinesa,
algunos de los cuales le ayudaron también mucho
para las escuelas, como el Conde Cays y el marqués
Domingo Fassatti.
Si podía, reservaba para sí el catecismo de los
mayores en el coro y, cuando no podía ser, se lo
encargaba siempre a un distinguido sacerdote y muy
especialmente al teólogo Francisco Marengo. Bien
puede decirse que don Bosco poseía en alto grado
el don de entendimiento, para exponer las verdades
de la fe, e impugnar los errores que comenzaban a
penetrar en las mentes. Sabía hablar con gran
claridad y facilidad, logrando que todas las
inteligencias comprendieran la doctrina cristiana
y tuvieran placer en escucharle. Su celo para
esto, lo mismo que para promover el espíritu de
piedad en el corazón de los jóvenes, era más único
que raro, nos hacía notar el teólogo Leonardo
Murialdo.
El catecismo no duraba más de media hora; cinco
minutos antes de acabar, sonaba la campanilla;
((**It3.122**)) a esta
señal todos gritaban a una: <<íEl ejemplo!>>
Entonces los catequistas narraban un hecho que
habían leído u oído, de la vida de los santos, de
la Historia
(**Es3.103**))
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