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su índole y sus necesidades. Hablaba en confianza
al oído ora con éste, ora con aquél, les daba un
buen consejo y les invitaba a recibir los
sacramentos. Se detenía junto a los que le
parecían tristes y procuraba despertar en ellos la
alegría con alguna gracia. El, por su lado,
siempre estaba contento y sonriente, pero nada de
lo que ocurría escapaba a su atenta mirada,
persuadido como estaba del peligro existente en
toda aglomeración de muchachos de distinta edad y
condición y de conductas diferentes. Jamás dejó
esta vigilancia, ni cuando tenía clérigos y
sacerdotes asiduos para la asistencia; quería él
establecer, el primero, con su ejemplo, su tan
importante método de no dejar nunca solos a los
muchachos. A este recreo llegaban invitados por
don Bosco, a más de los sacerdotes de quien ya
hemos hecho mención, el teólogo Rossi, el teólogo
Juan Vola el joven, el P. Bologna y algunos
sacerdotes más de la Residencia Sacerdotal. Estos
dignos ministros del Señor se prestaban de buen
grado a enseñar el catecismo y, unas veces uno
otras veces otro, a predicar. Pero no todos podían
siempre acudir al Oratorio cada domingo y pocas
veces podían entretenerse con los muchachos,
después de las funciones. Con todo, un extraño
espectáculo ((**It3.120**))
sorprendía a las personas de corazón. A la
aparición de aquellos buenos sacerdotes se paraban
casi todos los juegos y corrían los muchachos en
tropel a rodearlos y con ellos don Bosco. Se pedía
un cuento y se entonaba algún canto a la Virgen.
Esto sucedía antes o después, en todos los
recreos.
Hacía las dos y media se reanudaban las
funciones religiosas. Era admirable el orden
reinante entre aquella multitud de chiquillos, aún
en medio de los más clamorosos y divertidos
juegos. Bastaba un toque de campana para que todos
callaran, se ordenasen y, contentos, entraran en
la capilla.
Pero no hay que creer que aquella obediencia no
sufriera alguna extraña excepción. Había algunos
que, o por ser la primera vez que habían ido
atraídos por los compañeros y la diversión, o por
su propia índole, apenas oían la señal de parar
los juegos, intentaban escapar del recinto del
Oratorio, ya encogiéndose de hombros ante quien
los llamaba, ya burlándose de las exhortaciones.
En tales casos se precisaba un poco de energía
para llevarlos a aprender el catecismo que
ignoraban, e impedir que, dejándolos abandonados a
su capricho, cayeran en algún peligro material o
espiritual.
Durante el verano, el afán de ir a nadar al
Dora o a algunos canales profundos, había costado
la vida a más de un incauto.
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