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un milagro de esta poderosísima Señora. Tanto más
cuanto que sus maravillosas y múltiples
apariciones del siglo XIX manifestaban
sensiblemente su continuo patrocinio sobre la
Iglesia católica y los fieles. Nunca le faltaban
oyentes, porque si no los encontraba, iba él mismo
a buscarlos, para cumplir su propósito. Estaba
enamorado de la Inmaculada Concepción, en la que
creía firmemente, aun cuando la Iglesia todavía no
la había declarado dogma de fe. Adquiría y
repartía ((**It2.113**))
medallas de la Virgen Milagrosa, para que los
fieles se las pusieran al cuello. Es ésta una
medalla con la imagen de María, en pie sobre el
globo terrestre, por un lado, aplastando con sus
plantas una serpiente, y con las manos extendidas,
abiertas y dirigidas hacia abajo, de las que salen
haces de rayos que iluminan la tierra, símbolo de
gracias y bendiciones. Alrededor se lee la
inscripción: Oh, María, concebida sin pecado,
rogad por nosotros, que recurrimos a Vos. En el
reverso hay una M con una cruz encima y dos
corazones debajo; el corazón de Jesús circundado
con una corona de espinas, y el corazón de la
Virgen atravesado por una espada: y todo ello
coronado por doce estrellas. Esta medalla, símbolo
de protección divina, pregonera de un nuevo título
de la Virgen, ha sido un regalo del cielo.
La noche del 18 de julio de 1830, Catalina
Labouré, hija de la Caridad de San Vicente de
Paúl, dormía en uno de los dormitorios de la casa
noviciado de París. Daba el reloj las once y
media, cuando oyó la novicia que la llamaban por
tres veces seguidas:
-íSor Labouré!
Despierta del todo, descorrió un poco la
cortina de la celda por el lado donde había oído
la voz, y vio con asombro un niño de unos cuatro o
cinco años. Iba vestido con una túnica
blanquísima, de su rubia cabeza y de toda su
persona salían vivísimos rayos, que iluminaban el
ambiente; y con suave y armoniosa voz le dijo:
-Ven, ven a la capilla: la Santísima Virgen te
espera.
La novicia, arrobada e indecisa, pensaba:
-Levantarme? Salir del dormitorio? Me verá
alguna compañera...
Y el gracioso niño, como respondiendo al
pensamiento de Labouré, añadió:
-No tengas miedo, son las once y media, todas
duermen, yo te acompañaré.
Sor Catalina se vistió y siguió al niño, que
caminaba siempre ((**It2.114**)) a su
izquierda, despidiendo rayos de luz. Las lámparas
de los corredores se encendían a su paso. Creció
el asombro y la maravilla(**Es2.95**))
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