((**Es2.90**)
Juez dirá en el último día: In carcere eram et
venistis ((**It2.106**)) ad me.
(Estaba en la cárcel y vinisteis a verme). 1
Comenzó, pues, a dar catecismo al grupo que se le
había asignado. Los comienzos no resultaron muy
halagadores: uno reía, otro preguntaba sin ton ni
son, aquél hablaba con el vecino, el otro
bostezaba ruidosamente. Pero él no se desalentó
ante aquella falta de correspondencia: trataba a
todos con suma caridad, paciencia y mansedumbre.
Comenzó a hablarles y tratarles familiarmente y
aquellos pobres infelices quedaron presos en sus
buenos modos y, gracias a la amenidad de sus
instrucciones, llegaron de veras a desear tenerle
frecuentemente entre ellos. Y él, a fuerza de
palabras y santas industrias, llego a ganarse el
corazón de aquellos muchachos y ponerlos en el
camino de la salvación. Seguía las normas de don
Cafasso, en aquellas sus primeras pruebas, y
resultaba admirable la confianza en Dios que sabía
inspirarles, según lo afirman testigos del hecho.
Lo que más oprimía su corazón era contemplar a
aquellos infelices muchachos, que la misma
sociedad se veía obligada a encerrar como a seres
peligrosos, sin haber sabido hacer otra cosa en su
favor. Había algunos que expiaban delitos muy
superiores a su edad. Don Bosco advirtió en
seguida que el número de estos desgraciados crecía
de día en día; y que, hasta los puestos en
libertad, por haber cumplido la condena, volvían a
aquel lugar al cabo de pocos días, cargados de
nuevos delitos y nuevas penas. Observó también,
con sorpresa, que esto les sucedía incluso a
aquéllos que habían salido de la cárcel con el
propósito de cambiar de vida, después de lo que en
ella habían padecido. Y al volver allí, se
refinaban en el mal, se corrompían más aún y
volvían a salir peores de lo que habían entrado.
Había no pocos, entre aquellos desgraciados, que
tenían buen corazón, que eran capaces ((**It2.107**)) de
proporcionar consuelo a la familia, pero
envilecidos como estaban, agriados por los duros
tratos, sujetos a una alimentación de pan negro y
agua (se estaba entonces en las cárceles, peor que
hoy), eran recalcitrantes contra toda ordenanza y
obedecían a la fuerza con cara fiera y la burla en
los labios. Se les acercaba don Bosco y les
dirigía afectuosas palabras, llenas de fe y hasta
de gracia. Disipaba su aburrimiento con amenas
narraciones, calmaba su mal humor, intercedía por
ellos ante los guardianes y con celo ardoroso,
lleno de suavidad, ejercía sobre ellos verdadera
autoridad, y un atractivo irresistible. Los
jóvenes le atraían y eran a la vez atraídos por
él. <(**Es2.90**))
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