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Y todavía llorando, se lo llevó a una tienda.
Contó lo sucedido a la tendera y le rogó proveyese
al muchacho de lo que había perdido.
-En seguida, dijo la señora; pero usted quién
es?
-íSoy don Bosco!
La buena mujer tomó un vaso y una botella, los
llenó de vinagre y aceite y se los entregó al
chiquillo.
-Cuánto le debo?, preguntó don Bosco.
-Veintidós perras chicas; pero le advierto que
ya está pagado.
El mismo afecto le tenían los jovencitos que él
había preparado para hacer de catequistas. Y como
eran estudiantes, les repasaba las lecciones, les
corregía las tareas escolares de modo que
aprovechasen sus explicaciones y correcciones.
Ellos, al igual que los obreros a las horas de
descanso, corrían a él durante la semana, y, más
de una vez, se hacían acompañar de sus propios
familiares. De este modo la influencia de don
Bosco llegaba más allá de los muros de la
Residencia Sacerdotal.
Así sucedió que la familia de Emilio Verniano
contrajo amistad con él. Acudían a visitarle los
jueves, a la sala de visitas, ora el padre, ora el
hijo, ora la madre acompañada de sus hijas. Tenía
aquel matrimonio ocho hijos, y todos ((**It2.96**)) andaban
siempre con ganas de oír a don Bosco. Pero no le
gustaba a éste la poca modestia de las chicas en
el vestir. Podían excusarse las de diez o doce
años, mas no así las que pasaban de los dieciocho.
Como no quería, sin embargo, darles un aviso que
pudiera parecer un tanto duro, dada la moda y dado
que aquella buena familia no veía ningún mal en su
pequeña libertad mas sin exageración alguna,
aguardó el momento oportuno. Un día fue toda la
familia a pasar un rato en su compañía. Hablaba él
y una de las pequeñitas le escuchaba boquiabierta.
De pronto, se encara don Bosco con ella y le dice:
-Me gustaría me explicases una cosa.
-Sí, sí, pregúnteme, respondió la chiquilla la
mar de contenta.
-Díme, por qué tratas tan mal a tus brazos?
-Yo no los trato mal.
-A mí me parece que sí.
-De ningún modo, intervino su madre; si usted
lo supiera: tengo que reñirla constantemente por
su vanidad. Aún no ha terminado de lavárselos,
cuando tiene que volver a repasarlos y perfumarlos
con agua olorosa.
-Sin embargo, yo repito, siguió diciendo don
Bosco a la niña, tú tratas mal a tus brazos.
-Y por qué?(**Es2.82**))
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