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((**Es2.81**) Sus afables modales, con los que trataba a la juventud, eran el reverso de la medalla de los empleados hasta entonces. Dedicaba a los muchachos no solamente los días festivos: entre semana, a las horas de paseo y siempre que podía, de acuerdo con el Rector, pensaba en ellos. Iba de una a otra parte por calles y plazas y hasta a los mismos talleres, invitando a los ((**It2.94**)) aprendices que, abandonados a sí mismos en los días festivos, suelen gastarse en juegos y golosinas lo poco que han ganado durante la semana: y él sabía por experiencia que eso era la fuente de muchos vicios y la causa de que hasta los buenos se hicieran unos desgraciados y peligrosos compañeros para los demás. Tenía muy en cuenta a los que llegaban de pueblos lejanos y no conocían iglesias, ni tenían amigos. Cuando sabía que alguno de ellos no tenía trabajo o estaba con un amo malo, se preocupaba con solicitud para encontrarle trabajo y ponerle a las órdenes de un amo honrado y cristiano. No contento con esto, iba a diario a visitarlos en el trabajo, en las tiendas o talleres y dirigía a uno una palabra, a otro una pregunta, hacía a éste una caricia, daba un regalito a aquél, dejando en el corazón de todos una alegría inenarrable. -íYa tenemos uno que nos quiere! -exclamaban aquellos muchachos-. Las visitas del buen sacerdote resultaban gratas a los patronos, los cuales admitían de buen grado a su servicio muchachos tan paternalmente asistidos durante los días festivos y aún durante la semana y que se convertían, gracias a la religión, en trabajadores cada día más fieles y puntuales. Estos, además, se aficionaban de tal manera a don Bosco, que al encontrarse con él se llenaban de alegría y le saludaban cordialmente y hasta le ovacionaban. Sucedió un día que don Bosco se encontró, cerca del Ayuntamiento, con un chiquillo de su Oratorio, que volvía de la compra. Llevaba en la mano, entre otras cosas, un vaso lleno de vinagre y una botella de aceite. El muchacho, al ver a don Bosco, se puso a saltar la mar de alegre y a gritar: -íViva don Bosco!-. Don Bosco riendo le dijo: -A qué no eres capaz de hacer lo que yo hago? - y así diciendo, se puso a dar palmadas con una y otra mano. El muchacho, que ((**It2.95**)) estaba loco de alegría, se pone la botella bajo el brazo y grita de nuevo: -íViva don Bosco!, a la par que empieza a batir palmas. Naturalmente, hacer esto y caer por tierra vaso, botella y todo lo que llevaba fue uno. Al ruido de los vidrios rotos queda aturdido y rompe a llorar, temiendo la paliza materna que le espera en casa. -Esto tiene fácil arreglo, le dijo en seguida don Bosco; ven conmigo.(**Es2.81**))
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