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ocio, para ahorrarse el gasto de proveerles de
pan. Y estos pobrecitos andan por los cruces de
las calles, por los arroyos, por las avenidas,
sucios de barro y de polvo, y corren, se
divierten, se pelean, sin que nadie les diga una
palabra de vida eterna y sin ver en torno a si más
que malos ejemplos, miseria y picardía, que van
envenenando precozmente sus tiernos corazones. De
vez en cuando, se da el caso de encontrarse con
algún grupo de muchachotes ociosos, burlones,
provocadores, que llevan ya en su frente la marca
de la depravación; desgraciados que, a no tardar,
arrastrados al delito por pérfidos amigos o por
las propias pasiones, se encuentran frente a la
cárcel o al patíbulo y no hay nadie que se
preocupe de tenderles a tiempo una mano para
liberarlos de la justicia divina y humana. Al
atardecer puede contemplar turbas de obreros, que
vuelven del trabajo, para subir a una hedionda
buhardilla o bajar a lóbregas viviendas
subterráneas, donde, casi amontonados, para pagar
más fácilmente entre todos el arriendo, se
entregan al descanso después de una fatigosa
jornada. Y en medio de ellos muchachitos, sin
parientes cercanos o abandonados por ellos,
respirando el aire corrompido de aquellos rincones
asquerosos y consumiendo en medio de aquella
compañía la flor de ((**It2.59**)) su vida,
sin oir jamás una buena palabra, un consejo
cristiano.
Este es el cuadro desolador que saltó a los
ojos de don Bosco con toda su horrible realidad,
en los primeros días de su estancia en Turín.
Apenas arregló sus cosas en la Residencia, como él
mismo nos contó muchas veces, quiso hacerse una
idea de la condición moral de la juventud en la
capital, recorriendo sus diversos barrios a la
hora del paseo cotidiano. Aquellos jovencitos
abandonados, vagabundos, en medio de compañías
procaces, oprimían su corazón y le hacían llorar
de lástima. A veces, al encontrarse con algunos
chiquillos, los llamaba, les regalaba una medalla
o unos centimillos y les preguntaba los principios
elementales de la fe, a lo que no sabían
responder.
En los días festivos sobre todo, prolongaba sus
exploraciones y se apenaba al ver a tantos
jovencitos de toda edad, los cuales, en vez de ir
a la iglesia, rodaban por calles y plazas,
contemplando con estúpida admiración a las
personas perfumadas y elegantes, que pasaban junto
a ellos sin preocuparse para nada de la necesidad
ajena, mientras otros, tras los cristales de
sucias tabernas, se emborrachaban y juergueaban, a
la luz de unos farolillos ahumados, con las cartas
de la baraja en la mano. Esas turbas, que
especialmente por los alrededores de la fortaleza,
en las praderas públicas y en los suburbios
jugaban(**Es2.55**))
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