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((**Es2.436**) Melania, vuelta de su asombro, dijo a Maximino: -íDebe ser una gran Santa! Y Maximino añadió: -De haber sabido que era una gran Santa, teníamos que haberle pedido que nos llevara con ella. -Y si estuviera todavía aquí? Maximino se adelantó enseguida para tocar con la mano la claridad que todavía no había desaparecido del todo, pero también ésta se disipó. Los dos pastorcillos miraron alrededor atentamente para ver si todavía se distinguía y Melania exclamó: -No quiere que la veamos, para que no sepamos adónde se va. Como el sol se iba poniendo, emprendieron el camino tras sus vacas. Al llegar a casa, contaron a su familia las maravillas que habían visto y también dijeron que la Señora les había confiado un secreto, encargándoles no decirlo a nadie. Ya se sabe que los niños no son capaces de callar; sin embargo, no dijeron ni una palabra a nadie. Al día siguiente, volvieron a la fuente seca, junto a la cual se había sentado aquella Señora, y que no manaba agua más que después de las grandes lluvias y el derretimiento de las nieves y vieron que el agua había brotado y corría clara y limpia sin parar. Entretanto, se esparció la noticia de la aparición de la Virgen, empezaron las peregrinaciones y se convirtieron pueblos enteros. Para no dejar cortada la narración, hemos de añadir que la fuente siguió dando siempre agua abundante, que el Señor concedió gran número de gracias espirituales extraordinarias y que en el primer aniversario de la aparición acudieron a aquel lugar bendecido por María Santísima, más de setenta mil peregrinos. En él se levanta ahora ((**It2.582**)) un templo majestuoso y una grandiosa hospedería. Durante dos largos años la autoridad eclesiástica examinó el hecho, interrogó por separado muchas veces a los dos niños durante cinco, seis y hasta siete horas seguidas, para ver si se turbaban o se contradecían, pero no se logró: sus respuestas fueron siempre las mismas, hasta en la forma de expresarlas. No fue posible arrancarles el secreto, del que ni aún entre ellos mismos jamás dijeron palabra, a pesar de que durante veinte años hubo centenares de personas que les incitaron de mil modos con ruegos, sorpresas, amenazas, injurias, regalos y promesas. Pero, en el año 1851, ya sabían leer y escribir, el obispo de Grenoble les mandó que se lo comunicaran al Papa por escrito y ellos obedecieron. Escribieron y sellaron las dos cartas ante testigos y cuando el Santo Padre Pío IX las leyó exclamó conmovido: (**Es2.436**))
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